Tribuna

Manuel Bustos Rodríguez

Catedrático de Historia Moderna de la UCA

La gran preocupación

La gran preocupación La gran preocupación

La gran preocupación / rosell

Una breve estancia fuera de España me ha permitido ver, a cierta distancia y con mayor claridad, las negras sombras que se ciernen sobre mi país. Confieso que el tergiversado sentido de la realidad y el bajo nivel de ideales fundamentales a que hemos llegado, por mucho que queramos disfrazarlos con alabanzas a nuestra buena salud democrática, me producen grave preocupación y, por qué no, hasta un cierto miedo.

Mucho me temo que el español medio o mayoritario no sea consciente de las cosas que están en juego, ni del futuro que puede preparársenos si no somos capaces de reaccionar a tiempo. Y mucho me malicio a este respecto, que la insensatez, la amnesia, el odio y el revanchismo puedan terminar imponiéndose finalmente, como ha sucedido ya en otros momentos de nuestra historia, hasta el punto de llevarnos a callejones sin salida. El número de ejemplos representativos a este respecto no deja de crecer.

España, rica en pendulazos de orden diverso, no parece percatarse de estar jugando con pólvora hasta que no le estalle en las manos. Evidentemente, las sociedades modernas y a la vez complejas como la nuestra poseen sólidos recursos jurídicos (entre ellos, la existencia de una constitución y de unos tribunales) y económicos (la mayoría de las personas cuentan con suficiente tiempo de ocio, dinero para sacarle provecho y un desahogado modus vivendi), que actúan aún como contrapeso de cualquier salto en el vacío que pudiera llegar a producirse. Pero estas mismas garantías pueden verse comprometidas ante una situación de hartazgo, motivada por una eventual radicalización de la política o una aguda crisis económica, capaces a la sazón de provocar en muchos la pérdida de mesura, de sentido común, animándoles a actuar con mayor contundencia.

Todo esto viene a cuento de los signos preocupantes que se otean en el horizonte de nuestra patria, que ni siquiera unos hipotéticos resultados electorales exitosos entre los partidos que están a favor de la integridad nacional, la libertad, los derechos de la familia y una acción social que no ponga en riesgo el necesario equilibrio económico serían capaces de contrarrestar. Unido al desarme moral, la imposición de lo que es correcto o no pensar, la caza de brujas y el amedrantamiento ante esa nueva forma de totalitarismo cada vez más burdo, no puede conducir sino a una fuerte quiebra social. Y por desgracia, a pesar de la nobleza de algunos empeños, no estamos precisamente sobrados de liderazgos sólidos y de partidos que lo combatan con claridad y firmeza. La izquierda española, especialmente, ha apostado por la desintegración nacional, el apoyo a las propuestas de los lobbies de presión (separatistas, LGTB, ultrafeministas, animalistas, abortistas, laicistas y proeutanasia) y, de momento, ninguna rectificación, si no se ve obligada a ello, cabe esperar.

Me preocupa, como no, el fuerte revanchismo que, ante la mirada indiferente de muchos y la pasividad de otros, se está imponiendo a través de ese afán obsesivo, injusto, desmedido, inquisitorial, aplicado a la narración de nuestro pasado histórico. Las leyendas negras, la recreación de un siglo XX imaginario, la aceptación del discurso separatista, la persecución creciente hacia todo lo que huela a cristiano y la dictadura de un feminismo mal entendido no auguran a mi entender nada bueno.

A medio o largo plazo, ante esta violencia abierta o larvada, puede producirse una reacción igualmente violenta, fruto del hartazgo de quienes se han cansado de ser siempre las víctimas, los que aguantan, mientras ven como sus enemigos y los contravalores que defienden medran alrededor y gozan de toda suerte de garantías de parte del poder. Y las cosas se han dejado llegar a tal límite, que ni siquiera quienes pretenden una posición de centro o moderada, van a poder enderezar la situación creada. Por eso, soy de los que pienso que de estas elecciones no van a surgir los correctivos necesarios para que la sociedad española recobre los sanos valores perdidos desde hace tiempo. Sobre todo, cuando mirando las tendencias, a pesar de lo que está lloviendo, la posibilidad de un gobierno que aliente las fuerzas centrifugas y cainitas referidas parece cierta.

Lo que está en juego no son determinadas medidas económicas o sociales, ni siquiera determinadas opciones judiciales. Está en juego que se instale para quedarse la dictadura de lo políticamente correcto, la pervivencia de la España unida y solidaria entre sus regiones, la estabilidad del país, la independencia de la Justicia, el respeto a la ley natural y a la religión de nuestros antepasados, mayoritaria entre los españoles, y en definitiva, la defensa de la familia y la salud mental de nuestros niños y jóvenes. ¿Quién o quiénes, a día de hoy, pueden asegurarnos que esos augurios no se cumplirán? Aquí está la gran incógnita que se eleva en el horizonte hispano, más allá de los procesos electorales en marcha.

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