Tribuna

Federico Soriguer

Médico. Miembro de la Academia Malagueña de Ciencias.

La memoria de los viejos

Olvidar no es casi nunca una opción, sino una decisión arbitraria de ese reseteo permanente con el que el cerebro pone en orden la información

La memoria de los viejos La memoria de los viejos

La memoria de los viejos / rosell

Con el viejo catecismo aprendimos que la memoria, junto al entendimiento y la voluntad, es una de las tres potencias del alma, que ya para San Agustín representaban las tres figuras trinitarias: el Padre (la memoria, que todo lo contiene), el Hijo (el logos, la palabra, sin la que no hay entendimiento) y el Espíritu Santo (el ánima que representa la voluntad). Para no saber nada de neurología, San Agustín estableció unas estrechas relaciones entre las tres facultades que luego, veinte siglos más tarde, la ciencia se está encargando de confirmar. El cerebro es un órgano desconcertante que se resiste a ser conocido por la ciencia. No trabaja en el sentido mecánico, tal como se entiende el trabajo de un músculo a pesar de lo cual es el órgano que más calorías consume, incluso "sin trabajar", pues no gastan más energía los inteligentes que los tontos, los olvidadizos que los memoriones, los apáticos que los voluntariosos. A muchos de los amigos de mi generación les preocupa la pérdida de memoria porque el pasado es lo único que realmente tenemos. En palabas de Milan Kundera en El Libro de la risa y el olvido: "El futuro es un vacío indiferente que no le interesa a nadie, mientras que el pasado está lleno de vida…. Los hombres quieren ser dueños del futuro sólo para poder cambiar el pasado…". Porque el recuerdo es al olvido, como la vida a la muerte. Tenemos que olvidar para recordar, como tenemos que morir para que otros vivan. Recordar es también soñar. Entre la memoria y el sueño hay unas más que sutiles relaciones. Tras el sueño reparador recuperamos el recuerdo de cosas olvidadas y durante el sueño, con los sueños, nos aparecen imágenes de la memoria como fantasmas inesperados que luego vuelven a esconderse en los laberintos de la memoria. Durante el sueño el cerebro reordena la información, tal como se ordena una vieja biblioteca, y cuando nos levantamos recordamos cosas que habíamos olvidado y olvidamos otras que ni sabemos cuáles son, pues si los supiéramos no estarían olvidadas. Olvidar no es casi nunca una opción, sino una decisión arbitraria de ese reseteo permanente con el que el cerebro pone en orden la información, dejando estanterías libres para nuevos recuerdos. De alguna manera el olvido es una de las muchas condiciones que la biología impone a la libertad, ese sueño inmaterial que junto al de felicidad nos define como humanos. Borges lo vio con claridad con su personaje Funes el memorioso. El joven Funes, después de un accidente, había adquirido una memoria tan prodigiosa que necesitó inventar un nuevo vocabulario que le permitiera renombrar a cada cosa pues en cada instante distinto cada cosa era ya otra que necesitaba ser recordada de manera diferente. Ni que decir tienen que murió joven y desgraciado. Borges lo sabía. Con el sueño el cerebro se actualiza, liberando a la memoria de su lastre aunque con el proceso de limpieza se van algunos recuerdos por el desagüe de la historia, como se suele decir para otras cosas importantes. En la abarrotada memoria de Funes no había sino detalles, que le impedían generalizar, abstraer, desarrollar, en fin, el entendimiento y la voluntad. Terminó viviendo y muriendo en la oscuridad de un recuerdo sin límites. Almacenamos los recuerdos en todo el cerebro, caóticamente, pensamos analógicamente y decidimos digitalmente. Más o menos. Los niños tienen mucho espacio libre de memoria y su capacidad de razonamiento analógico no está sometida al peso del pasado. Decidir es lo que nos hace adultos. Estar en primera línea obliga a la acción. No podemos no actuar. A medida que crecemos la lógica digital decisionista nos ocupa y nos agobia, obligando a la memoria a extraer lo necesario para actuar razonablemente basándose en la experiencia. Con la vejez, las responsabilidades disminuyen o se vuelven de otro tipo, menos urgentes, menos perentorias, menos obligatorias, más autónomas, en cierto modo más libres. Y el cerebro se adapta a las nuevas necesidades. El camino es en cierto modo inverso al de Funes, que dejó de pensar por culpa de tanta memoria. Termino aquí esta historia que ahora ya no recuerdo a cuento de qué la comencé. Tal vez para tranquilizar a unos amigos de mi generación preocupados por la memoria y el olvido. Espero que cuando lo lean me digan si lo he conseguido. Estoy seguro de que la neurobiología terminará por encontrar una explicación científica para la desmemoria pero no lo estoy tanto de que sea tan atractiva como estas metáforas con las que hoy San Agustín, Kundera y Borges nos regalan y que, como fantasmas, resurgen del pasado sin que nadie les llame para que hoy, un día cualquiera, nos acompañen.

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