Tribuna

Pablo gutiérrez-Alviz

Notario

¿De quién es el muerto?

La exigua jurisprudencia menor coincide en que los restos mortales no forman parte de la herencia: no estaban en el patrimonio del fallecido. Es algo sobrevenido

¿De quién es el muerto? ¿De quién es el muerto?

¿De quién es el muerto? / rosell

El Derecho de Sucesiones es una inagotable fuente literaria: el germen de fantásticos relatos. No solo por su normativa sino también por los interesantes fallos judiciales que provocan, tanto las circunstancias personales y familiares del difunto, como los posibles contenidos de su último testamento y, por supuesto, las intrigas particionales de los distintos herederos y legatarios.

En los últimos años se ha incorporado a este mundo jurídico luctuoso y literario, la polémica sobre la titularidad y custodia de los restos mortales. Históricamente, lo dejaba resuelto el propio testador. Enriqueta Vila, insigne americanista, tiene glosado el testamento habitual del indiano en el que siempre quedaba detallado su enterramiento. Asimismo, menudeaba el mercadeo con los huesos de los santos. La especulación de las reliquias por su carácter milagroso. Hoy día, en los testamentos no se habla de las honras fúnebres, si acaso, se dicta una breve profesión de fe. La ciudadanía sabe que sería inútil precisar sus exequias en forma testamentaria porque su contenido solo puede conocerse cuando se obtenga el certificado del Registro General de Actos de Última Voluntad, es decir, a destiempo, transcurridos más de 15 días desde el fallecimiento. No hay que olvidar que está prohibida la compraventa de órganos, y que ya no se estilan las reliquias humanas. Dejo al margen los casos de los momificados y discutibles prohombres de la patria.

El derecho positivo apenas regula el destino de los restos mortales. Padece una peligrosa laguna legal. El artículo 1.894,2 del Código civil señala que los gastos funerarios deberán ser satisfechos, aunque el finado no hubiere dejado bienes, por aquellos que en vida habrían tenido la obligación de alimentarle. Y el 144 del mismo texto legal establece que serían por el siguiente orden: cónyuge, descendientes, ascendientes, y por último, hermanos.

La exigua jurisprudencia menor coincide en que los restos mortales no forman parte de la herencia: no estaban en el patrimonio del fallecido. Es algo sobrevenido: "ha pasado de ser un sujeto del derecho a un objeto jurídico de naturaleza especial al margen del comercio, es decir, sin valor patrimonial". En ningún caso sería ganancial. Se ha convertido en un bien mueble susceptible de apropiación mediante la posesión, que si es de buena fe otorgaría la propiedad. Con la costumbre y los usos sociales reinantes habría que reconocer un derecho preferente al cónyuge viudo, siempre que fuera diligente en el pago de los gastos funerarios y los de conservación y mantenimiento del nicho. De lo contrario, decaería su preferencia en favor del familiar que hubiera atendido dichos costes en atención a la doctrina de los actos propios. La pareja de hecho quedaría preterida.

No obstante, la cuestión no es pacífica. Como perla cabe citar la sentencia de un juzgado de primera instancia de Huelva, que llega a repartir las cenizas por mitad entre los padres del muerto y el cónyuge viudo, en base a que los ascendientes son preferentes al viudo en la prelación de la herencia abintestato; y que, además, habían pagado los gastos funerarios a medias entre ambas partes. Esta resolución judicial fue revocada por la Audiencia competente.

Las distintas vidas familiares de los españoles y las crecientes incineraciones están provocando que, a falta de una acreditada voluntad previa del difunto, no sea raro que se llegue a un moderno acuerdo para distribuir sus cenizas. Por ejemplo, una mitad a la última pareja, un cuarto a sus padres, y el cuarto restante a dividir entre los hijos de sus distintos matrimonios o relaciones. Imagino que se haría a ojo, sin utilizar una balanza de precisión. El destino final de esas cenizas, todas en un bote o bien repartidas en diferentes bolsas, podría ser muy variado: un paraje natural, el mar (¡cuidado con el viento!), un río, el columbario de una iglesia o de un club de fútbol, un nicho del cementerio, el salón del hogar familiar, el cuarto trastero o, ay, la basura. Cuentan surrealistas incidentes de sustracción y cambiazo de urnas durante el mismo duelo.

Sin cremación del cadáver no cabe su repartición. Por mucho que al recién fallecido se le recuerde como a un santo inocente, no soy devoto de las reliquias. Siento bastante repelús al imaginar una cajita con dientes o uñas, aunque fueran de un ser querido.

La necesaria y urgente reforma del Derecho de Sucesiones debería incluir una completa regulación sobre los restos mortales: un "muerto" para el legislador. Hay que evitar la proliferación de tenebrosos relatos funerarios. El muerto merece respeto y celeridad. Si no, apesta.

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