Tribuna

Manuel Bustos Rodríguez

Catedrático de Historia Moderna de la UCA

Un país insólito

Un país insólito Un país insólito

Un país insólito / rosell

Situada en el extremo occidental del continente euroasiático, España es una parte esencial de la civilización occidental y ha contribuido indeleblemente, mal que les pese a algunos, a su expansión más allá de sus propios límites geográficos. Ha forjado asimismo, con aportaciones esenciales, esa misma civilización que ha difundido allende los mares.

La leyenda negra, construida por nuestros enemigos a partir del siglo XVI con el fin de utilizarla en la confrontación, un medio contundentemente eficaz en todas las guerras que han sacudido después a Europa, se ha incorporado por medio del análisis progre de la Historia a nuestra común visión del pasado. Aquí se halla una importante diferencia con respecto al mundo que hemos contribuido a configurar y a cada país que lo forma. Mientras en ellos se recuerdan y conmemoran con satisfacción los episodios de su historia más relevantes y constitutivos de su ser, en el nuestro siempre suele haber contestación, desunión y discordia (la celebración del Día de la Hispanidad o de la Reconquista de Granada son dos ejemplos significativos). Baste una simple mirada a nuestro alrededor para vislumbrar la diferencia: orgullo de su propia historia en los demás, denigración entre nosotros.

Otra diferencia que hace nuestro país distinto: siendo una nación de vieja estirpe, abriga en su interior un número creciente de grupos cuya intención dominante es romperla para volver a una especie de reinos de taifas, que, en parte, las autonomías a gogó han contribuido a abonar. Y si esto es una singularidad más en nuestro entorno occidental, tal vez con la excepción de Italia y Bélgica, más aún lo es que a los irredentos independentistas se les preserve el derecho a estar presentes en el Parlamento nacional y, por si fuera poco, dándoles cancha en un Gobierno que debe representar, por encima de todo, los intereses nacionales en su conjunto. En cambio, se abandona a su suerte a quienes defienden la unidad para dar cobijo a quienes la vulneran.

En España todo se pone en disputa, incluso la bandera y la forma de Estado. Y, por si fuera poco, nuestra izquierda política sigue sin integrarse y aceptarlas plenamente, a diferencia de lo que hace en otros países del entorno, donde, al margen de la ideología, posee un entronque plenamente nacional. Como insólita resulta igualmente su reinterpretación de la historia de forma mentirosa, buscando bendecir lo que no es digno de tal y, por lo que se refiere a los tristes acontecimientos en torno de la Guerra Civil, buscando romper la reconciliación tan costosamente lograda (la misma que permitió su emergencia política como formación) y resucitar los viejos fantasmas. Ni que decir tiene que no es este un camino lógico y razonable, sino puro exabrupto que consolida el cainismo como signo de identidad de nuestra insólita España.

Estamos, por tanto, en un país de futuro incierto, que los deseos de vivir, y vivir bien, de la gente, más el aburrimiento político acumulado durante años, actúan de contrapeso, hasta el presente con éxito. Pero las fuerzas oscuras siguen ahí, creciendo día a día, convirtiendo esta hora en un tiempo crucial. Un momento que exige hombres sólidos, verdaderos líderes, en los puestos clave, y no sólo de la política; pero que no termina de hallarlos. El perfil de personas que un país como España y Europa necesitan, pues la inacción como forma de gestionar no suele dar buenos resultados; antes bien, termina dejando pudrirse los problemas, haciéndolos cada vez más empecinados y peligrosos. Hay momentos de toma de decisiones difíciles, incluso bastante difíciles, pero necesarias, que sólo los espíritus fuertes, sin abandono de la prudencia, pueden llevar a cabo. La complejidad de los problemas no exime de ser resolutivos para evitar su aumento o enquistamiento.

Nuestro país, de nuevo insólitamente, se empeña cada cierto tiempo en poner todo patas arriba, incluido aquello que había funcionado bien, simplemente porque no es obra de quien llega al poder. El mantra del cambio: el mundo evoluciona, el pasado nos pesa, los predecesores estaban errados, marginémoslos a ambos para construir el porvenir sin contar con ellos. Así, hasta que su reiteración nos haga morder el polvo y de nuevo volver a empezar. Es el adanismo redivivo y el afán de dominio y poder, que las enseñanzas de la experiencia no logran conjurar del todo.

Este afán de construirse y deconstruirse, aunque compartido por otros países, no lo es de la misma forma en el nuestro. Se trata, en cualquier caso, de un juego peligroso. Y tenemos una progresía, ayuna de ideas porque las que tenía se le aguaron, recopiladora de todo lo nuevo que se mueve en la sociedad, aunque sean dudosas sus bondades, empeñada en reinventar lo históricamente probado y, con frecuencia, fracasado. Mas qué le vamos a hacer, España, nuestra España, camisa blanca de mi esperanza, es así: insólita como ella misma.

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