Tribuna

CÉSAR ROMERO

Escritor

Las palabras censuradas

Muchos de quienes ostentan las voces cantantes de nuestra sociedad y quieren marcarnos las pautas están para ser devueltos a los corrales

Si algo caracteriza a los totalitarismos es que pretenden meterse en todo, regularlo todo, controlarlo todo. Los ejemplos máximos y extremos quizá sean el nazismo en la realidad y el Gran Hermano orwelliano en la ficción. Quizá por éstos muchos crean que el totalitarismo es algo propio de las dictaduras, de regímenes no democráticos, cuando las democracias occidentales actuales demuestran a las claras cómo se puede incurrir en actitudes totalitarias desde el respaldo popular legítimo (y no sólo si el elegido se llama Orban o Bolsonaro). El afán totalitario pretende reglar cualquier aspecto de la vida de los ciudadanos, hasta el último recoveco de su intimidad, aunque quizá donde más palpablemente se muestre es en cómo se deba usar el idioma, en qué se pueda o no decir. El control de la lengua, la pretensión de tantos por regularla, por apropiarse de ciertos usos, por correr a gorrazos a quien emplee determinadas expresiones, revelan quién tiene alma totalitaria. Se dirá que algunas de estas pretensiones tienen fines justos o buenos, pero que judiada o gitano o fulana dejen de tener connotaciones peyorativas, por ejemplo, ¿no será cuestión de que la educación y un buen uso arrumben esos significados y no de un desmesurado afán prohibicionista, reglamentista? Ese razonamiento, tan defendido por algunos, de que si empezamos por cambiar la lengua cambiaremos la realidad, no suele cumplirse. En parte de Sudamérica, hace dos siglos, se pretendieron eliminar las clases y barreras sociales aboliendo el uso de don, doña, señor, señora, y lo único conseguido fue que donde antes había dones y señores luego hubo licenciados e ingenieros. Las diferencias sociales no desaparecieron, encontraron otro cauce lingüístico, otra manera de ser dichas.

Más allá de las así llamadas políticas de género, cuya matraca con la lengua sigue siendo objeto de debate (bueno, salvo que se sea Vicepresidenta enésima del Gobierno y se enmiende la plana a filólogos que saben bastante más de la cosa pero que, ay, están contaminados por su hombría y haberse criado en un sistema patriarcal, aunque los pobres sigan sin saberlo), hay otros terrenos de la lengua donde la totalitaria infiltración del poder se nota reveladoramente, hasta el punto de que hay como una censura silenciosa, quienes usan expresiones propias de ciertos mundos son malquistos y como puestos en cuarentena ideológica, segregados o señalados como si pertenecieran a un gueto (a veces, de forma torticera se dice que son ellos los que se aíslan). Esas palabras que cada día se censuran más son las provenientes de la religión católica, de un lado, y las que proceden del arte del toreo, de otro.

Hay palabras cuyos orígenes y connotaciones católicas las condenan hoy al ostracismo. Pecado, sacro, púlpito, contrición, bienaventurado, rezar, tentación, santidad, consagrado, caridad, etc. son palabras que muchos usan con guantes, como si infectaran. Se duda en emplearlas por temor a ser vistos como carcamales, como si su mero uso llevara toda una fe y una ideología detrás. Si uno dice San Agustín en vez de Agustín de Hipona (como machaconamente decía Julio Anguita, tan ortodoxo en su fe) no está asumiendo toda la doctrina católica, sólo se refiere a un pensador así convencionalmente conocido. Otras veces, por contra, ocurre que palabras de este ámbito son como liberadas de su poso y su peso religioso y entonces se abusa de ellas en demasía. Le ha pasado a "tentaciones", de tan bíblicas resonancias, aunque quizá los jóvenes hablantes las desconozcan, a propósito de un programa televisivo donde ha sido imprescindible tener muchos más centímetros de piel tatuada que de cabeza algo amueblada para ser concursante.

Otro ámbito del lenguaje condenado a la proscripción o el arrumbamiento es el taurino. La hora de la verdad, cambio de tercio, puyazo, poner banderillas negras, bajonazo, estar para el descabello, coger al toro por los cuernos, etc. son expresiones que cada día se oyen menos en la calle, no digamos en los medios de comunicación o en boca de nuestros políticos. Ninguno osa utilizar estos latiguillos, no vayan a tildarlo de decimonónico, aunque muchos de quienes ostentan las voces cantantes de nuestra sociedad y quieren marcarnos la pauta estén para ser devueltos a corrales. Que Dios (o dios, como prefieran) nos libre de esos que, como señalara en un verso Rosalía (de Castro, obviamente, no la del trastrás), tienen la terquedad de los mansos y seguirán ahí, erre que erre, censurándonos, por nuestro bien, claro, diciendo qué podemos o no decir.

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