Tribuna

Francisco núñez roldán

Historiador

Si yo fuera rico

Si el nuestro es un Gobierno maduro, huirá de los sueños juveniles y seguirá, como los frugales gobernantes europeos que le concedieron tanto crédito, la parábola de los talentos

Si yo fuera rico Si yo fuera rico

Si yo fuera rico / rosell

En un programa televisivo de entretenimiento se pregunta a los jóvenes concursantes qué harían con el dinero del premio. Viajar es la prioridad de casi todos; no por España o por Europa, sino a los lugares más exóticos, esos que suelen visitar para esconderse los horteras, las estrellas del cine y la televisión. Comprar un coche nuevo, hacer un máster o un curso de formación, montar un grupo musical, ayudar a los padres o independizarse de ellos, e incluso soltar algún lastre de deuda, ya contraída tan tempranamente, son otras de sus preferencias.

Ninguno de ellos pretende hacerse rico porque tal cosa supone la intervención y la interrelación de factores muy diversos en un proceso lento, arduo y complejo. En cambio, hay quienes sueñan con serlo, como el protagonista de El violinista en el tejado. Aunque la versión original de la película ha cumplido medio siglo y la canción que la hizo popular, Si yo fuera rico, es de los años 60, no ha perdido actualidad. El condicional del título está asociado a la mentalidad judía sobre la trascendencia de la riqueza sobre el vivir, a la riqueza como salvación material frente a las hostilidades del entorno gentil, literariamente reconocible en las obras de Irene Némirovsky, especialmente en Los perros y los lobos. Pero el sueño de ser rico afecta a todas las culturas y habría que preguntarse para qué queremos ser ricos.

De ser rico, la nómina de prioridades de Tobías, el lechero judío de la película, es detectable en nuestra cultura: nada de matarse a trabajar, tener una gran casa con muchas habitaciones y un gran jardín solo para presumir ante los demás, conseguir para su mujer una imagen aristocrática, tener muchos sirvientes, sentarse en los lugares preeminentes de la sinagoga e invitar a su casa a los hombres más importantes que vendrían a adularle y a pedirle consejo. Tobías no quiere el dinero para hacer cosas provechosas para la comunidad, ni tan siquiera para invertirlo en el casamiento de sus hijas, sino para ser alguien: para abandonar el insignificante papel que la providencia le ha reservado desde la eternidad. Y así, a pesar de que sabe que no existe ninguna razón para que Dios haga una excepción con él y no con los demás, implora impertinente: "¿arruinaría algún plan eterno si fuera rico?". Tobías, sin embargo, no ofrece a cambio nada que no sea fruto y expresión de su propia vanidad. Satisfacer su vanidad es su prioridad.

También el Gobierno español ha participado por un azar fatídico en un concurso veraniego. Sin el menor esfuerzo por su parte, pues ha ido a remolque de los gobiernos de Italia y Francia, y a pesar de la campaña mediática que ha orquestado contra los países "frugales" que hacen bien sus deberes, ha conseguido un premio de 140.000 millones de euros, (nada más y nada menos que el 11% del PIB nacional), la mayor parte de los cuales no tienen que ser devueltos. Da miedo pensar que el Gobierno español no sepa qué hacer y no tenga ni haya presentado hasta la fecha proyectos que proponer, según ha declarado el socialista Jordi Sevilla; ni tiene medios y controles para gestionar ese fabuloso tesoro, partiendo además de la triste experiencia de ser el país de la UE que, entre 2012 y 2020, peor ha gestionado los fondos europeos, de los cuales solo ha gastado el 34% de lo recibido. Saber el destino del préstamo a fondo perdido es a día de hoy un arcano. Pero el que presta siempre pide cuentas claras. Desde 1939 ningún Gobierno ha recibido tanto para poder hacer más que ningún otro en la historia de España: la educación, la formación profesional, la sanidad, la investigación científica y tecnológica, el empleo juvenil, las inhumanas condiciones de vida de los inmigrantes, esperan una profunda transformación. Y solo una política de pactos de Estado lo podrá hacer posible.

Así pues, el dilema que se le plantea es replicar los sueños del lechero y sus prioridades vanidosas y narcisistas (una política de propaganda y gestos de salón) o aceptar y asumir que no es dueño de esa riqueza sobrevenida sino un administrador de la misma, y actuar en consecuencia. Si el nuestro es un Gobierno maduro, con sentido de Estado, huirá de la futilidad de los sueños juveniles y seguirá, en concordancia con los frugales gobernantes europeos que le concedieron tanto crédito, la parábola evangélica de los talentos o la del administrador fiel y prudente, porque "a quien mucho se le da, mucho se le reclamará y a quien mucho se le ha entregado, mucho se le pedirá" (Lc 12, 35-48).

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