Tribuna

fernando castillo

Escritor

La tragedia del equidistante

La tragedia del equidistante La tragedia del equidistante

La tragedia del equidistante / rosell

En estos días de pandemia ha habido quien, como Félix Badía y Alex Grijelmo, ha tenido el acierto de publicar un diccionario de circunstancias, recogiendo los términos aparecidos con la nueva plaga. Sin embargo, junto a coronavirus, cuarentena o desescalada, ninguno ha incluido el surgido a raíz de la intervención de un conocido y exitoso director de cine en un debate en las redes sociales para bajar el tono de los participantes contra el Gobierno. El hombre, bien intencionado, intentó insuflar prudencia entre los que discutían -muchos con esa vocación de estilo y probidad que tienen algunos de los usuarios de estos medios- tirándose a dar ora ancianos muertos en residencias, ora número de contagiados, mascarillas o respiradores, lo que le valió recibir a modo de insulto el calificativo de "equidistante". Una polisemia que da idea de cómo están las cosas para lo que antes se llamaba moderación. Ahora, y gracias a la, digamos, vitalidad creativa del lenguaje que tienen las redes sociales, equidistancia está a punto de convertirse en un insulto de éxito con trazas de pasar a la política despojado de su significado tradicional. Más o menos el que tenía en la denostada Transición, cuando se identificaba con el llamado centro, un término con ribetes de precisión geométrica, definido antes por lo que no era que por aquello a lo que aspiraba.

Ciertamente, en los últimos siglos, la equidistancia no ha tenido mucha suerte en España. Desde los ilustrados y jovellanistas -estos haciendo quiebros entre la reacción castiza, los absolutistas y doceañistas, sin éxito alguno-, pasando por carlistas y anarquistas, todo ha sido ir a peor para los atrapados entre unos extremos cada vez más radicales como los aparecidos en los años de entreguerras, cuando los violentos de todo lado barrieron a quienes eran más o menos tibios, incluidos los del propio bando. Una muestra de este fracaso y de la tragedia del equidistante no fue tanto el resultado de las elecciones de febrero de 1936 como lo ocurrido durante la Guerra Civil, un momento en el que a los miembros del Partido Radical, más o menos el centro derecha de entonces, se les fusilaba en los dos bandos. Un triste privilegio que otros equidistantes, los pertenecientes a una imprecisa Tercera España, evitaron exiliándose tempranamente, en el interior o en el exterior.

Hay una anécdota -sin duda, rigurosamente falsa, como la mayoría- que revela la tragedia del equidistante en momentos de radicalización. Se cuenta que en los primeros años de la postguerra se celebró una cena en una capital de provincias -pudiera ser Albacete-, en la que estaban las fuerzas vivas de la localidad y sus señoras, en la que se conversó acerca de los padecimientos sufridos durante la Guerra Civil. En la sobremesa, y para relajar el ambiente, se acordó a modo de juego social que cada uno de los asistentes contara cuál había sido el día más feliz de su vida. Antes de contestar todos dudaron un poco mientras recorrían su biografía. El primero en intervenir fue el gobernador militar quien, muy marcial, señaló el día de su graduación como teniente, mientras su mujer, más familiar, se inclinaba por el día que nació su primer hijo. A continuación, el alcalde, más político, no dudó en escoger el día de su nombramiento, al contrario que su mujer, más sentimental y enamorada, lo hacía por el día de su boda, al igual que el presidente de la Diputación, sin duda otro que creía en el amor. Poco a poco se fueron inclinando el resto de los comensales por efemérides parecidas -natalicios, bodas, bautizos, ascensos…- hasta que le llegó el turno a una de las asistentes hasta entonces callada. Al ser preguntada por cual había sido ese día inolvidable en su vida no dudó en proclamar con rotundidad: "El 29 de marzo de 1939", guardando silencio a continuación. Ante la extrañeza de los asistentes, el obispo de la Diócesis le preguntó, paternal, qué había sucedido en esa fecha. La joven, de nuevo con aparente ingenuidad, respondió: "Es que en ese día se habían ido los unos y aún no habían llegado los otros". Como se ve, una equidistante sin saberlo. Y es que no hay nada como vivir una guerra para recalar en la moderación, lo que no supone falta de compromiso ni tener el alma de nardo, ni siquiera militar en el centro, sino el ejercicio de cierto escepticismo racional frente a las rotundidades inquebrantables que tanta seguridad proporcionan.

En fin, a veces en momentos de intensidad, como los de una epidemia, esa tibieza, esa moderación irritante, esa equidistancia que esquiva la implicación y el compromiso, es más audaz que la vehemencia del entregado, del militante, siempre a un punto del exceso. Una actitud que, cuando se vive entre el vocerío partidista, es de agradecer aunque sólo sea por lo que tiene de elegancia.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios