Aniversario

El amor de lo andaluz

'La venus de la poesía', de Julio Romero de Torres

'La venus de la poesía', de Julio Romero de Torres / R. G. (Granada)

Llueve débilmente. En algún rincón de la ciudad un grupo se detiene para atender a la pequeña función que han dispuesto dos artistas callejeros, un hombre viejo, ciego, mellado y cojo que canta acompañándose a la guitarra y un niño-viejo que baila y repica las castañuelas, ambos tocados con sombrero cordobés. Uno de los paseantes rebusca en su faltriquera para dejar una moneda sobre el platillo que hay en el suelo, junto a la pata de palo del cantaor. La atención de los espectadores se dirige, como suele ocurrir, al baile.

En  punto muy logrado entre el apunte y la caricatura y armonizando hábilmente grados de trazo y esfumado, el dibujante no solo ha sabido atrapar lo imperioso de la función flamenca, sino que ha aprovechado para homenajear a la escuela pictórica española e insertar sus tipos en el espacio moderno. Goya o la evocación de lo goyesco están en el retrato de la única mujer del público; la cabeza del enano que se empina tras la mampara constituye un tributo liso a Velázquez; en el señor de bigote atusado y curvo o en el que se apresta a dejar su óbolo asoman París, lo aprendido en Daumier, el cartelismo de Toulouse-Lautrec. Un diseño español para ojos afrancesados. Lo realizó el pintor e ilustrador Inocencio Medina Vera (Archena, Murcia, 1876–1918) y se lo dedicó y regaló a un escritor tan prolífico y apreciado en su día como opacado en el de hoy: Enrique Gómez Carrillo (Ciudad de Guatemala, 1873–París, 1927), el mismo que sería retratado junto a su tercera esposa, Raquel Meller, por Romero de Torres en el espléndido lienzo La Venus de la poesía: él sentado, elegante y vestido; ella elegante, desnuda y echada. 

El interés del autor guatemalteco por las manifestaciones musicales populares, el cuplé, las variedades, el flamenco, era genuino, y lo mismo le ocurría a Medina Vera, cuya predilección por los ambientes regionalistas y folclóricos, o teatrales y cotidianos recorre su obra. ¿Eran amigos? Tal vez no, si bien hacia 1900 el uno ilustró colaboraciones periodísticas del otro. La obra, sin fechar, fue enmarcada en París, ciudad en la que Gómez Carrillo vivía, y un siglo después recaló en el anticuario granadino Ruiz Linares. Un fogonazo de la bohemia sobre el asfalto de vocación modernista y tipista que se asoma ya a las vanguardias: eso es este dibujo. En fechas apenas alejadas de la celebración del Concurso de Cante Jondo de Granada (13 y 14 de junio de 1922), “el alma musical del pueblo”, que Falla y sus colaboradores creían campesina, anónima y gravemente amenazada, se exhibe, asequible, en un sketch metropolitano y mercantil. 

Escena flamenca urbana, de Inocencio Medina Vera. Colección particular, sin fechar. Escena flamenca urbana, de Inocencio Medina Vera. Colección particular, sin fechar.

Escena flamenca urbana, de Inocencio Medina Vera. Colección particular, sin fechar. / R. G. (Granada)

Por aquel entonces, el pintor había muerto y el escritor no parecía muy interesado en las reivindicaciones que capitaneaba Falla. Sin embargo, solo tres días después de los fastos jondos, publicó en ABC el artículo titulado El amor de lo andaluz, texto doblemente irónico, ya que, a pesar de no contener la más mínima mención a la apoteosis granadina, se ilustra con una de las pocas instantáneas que se hicieron en la Plaza de los Aljibes de la Alhambra aquellos días: la tomó Manuel Torres Molina y muestra a un numeroso público prendado del hacer de Juana Vargas, la Macarrona, quien se yergue sobre el escenario acompañada por la zambra de las Gazpachas. Baile, jaleos y música flamenca no precisamente de la línea ortodoxa que allí se auspiciaba y llevados a cabo por profesionales, excluidos de la competición; suplemento, adorno y reclamo flamencos de lo que se entendía en trance fatal.

Arranca el escritor su reportaje con un paralelismo entre la Roma de Marcial y el París que él mismo habita, con el objeto de declarar una correspondencia. El “poeta de las orgías” atestiguaba en el siglo I cómo todas las danzarinas del imperio intentaban imitar “las vertiginosas apósesis de las bailadoras gaditanas”, sin lograrlo. “Ninguna de ellas –escribía Marcial–, ya venga de Atenas, la armoniosa, o de Frigia, la perversa, o de la ardiente Siria, logra nunca estremecerse a la manera bética”. Lo mismo sucede en 1922 a orillas del Sena: “Enamorado de los ritmos andaluces, el público francés quiere cada noche una nueva estrella morena, capaz de hacerle experimentar sensaciones raras de voluptuosidad y gracia ondulante”. Isabelita Ruiz y Lolita Astolfi ayer, Laura de Santelmo hoy, Lola Osorio, predice el escritor, mañana: gitanes dansantes que el público quiere “morenas, delgadas, esbeltas, con ojos de diamante negro”. Como en la Roma de Tito y Domiciano, hay en el Faubourg de Montmartre extranjeras brunas y agraciadas que buscan imitarlas.

En un principio, solo para divertir a los amigos, pero luego, “a medida que notan las dificultades, las que se encaprichan de veras, acaban por marcharse a Andalucía, donde se pasan meses y meses en las academias famosas, consagradas a estudiar con ardor los secretos del ritmo flamenco”. De un lado registra la labor de esas academias sevillanas en las que aprenden las extranjeras; del otro, promulga la superioridad de un baile natural, no ensayado, mamado y vivido antes que cursado: el que “encarna el instinto y la voluptuosidad apasionada de una raza” capaz de tejer ritmos como el vito, el garrotín o los tangos de manera instintiva y, por tanto, inimitable.

El primero en hablar de baile jondo –mucho antes que Vicente Escudero, que reclamará años más tarde el concepto para sí– fue el más porfiado de los modernos, Ramón Gómez de la Serna, y lo hizo, ligando guasa, poderío icónico y verdad, en alusión al momento exacto que recoge la fotografía de la zambra tomada por Torres Molina: “… bailaba con sinceridad suprema y como la más perfecta representante del baile jondo, tan jondo que ya lo baila como en la sala de baile de los Infiernos! […] Gritaba a la Macarrona enmedio del jaleo la capitana de los gitanos, cuando la Macarrona hacía los respingos más jondos y la larga falda de volantes se envolantaba más y la envolvía en ondulaciones. La Macarrona es la superviviente del baile jondo y ha quedado consagrada como la única”.

Foto de la celebración del Concurso de Cante Jondo tomada por Torres Molina en 1922. Foto de la celebración del Concurso de Cante Jondo tomada por Torres Molina en 1922.

Foto de la celebración del Concurso de Cante Jondo tomada por Torres Molina en 1922. / R. G. (Granada)

Un baile jondo, homólogo o delegado de un cante jondo. Algo muy parecido reclamaba Gómez Carrillo en su artículo El amor de lo andaluz, aunque sin los tintes apocalípticos ni el afán regeneracionista de Falla y Lorca. La coincidencia es, por añadidura, elocuente, pues al haber de los aciertos se suma en ambos casos, Granada y París, el de las evasivas: tan verdad es que en las artes de transmisión magisterial existen e importan lo criado y lo vivido como que lo puro, esa construcción estética movida por la nostalgia, se ensaya, se retoca y se aprende.

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