MONARQUÍA DEMOCRÁTICA

Pacto de reconciliación

  • La Constitución de 1978 se aprobó tras una reforma del régimen desde dentro que cambió la naturaleza del sistema. Gobierno y oposición lograron un pacto en un contexto de crisis económica y social

Cuentan las crónicas que el 11 de mayo de 1978, cuando ya el proceso constituyente entraba en su recta final, apareció Juan Carlos I en el restaurante Lucio de Madrid y gritó a los periodistas: “¡Felicitadme, me han legalizado!” Para el Rey era una jornada histórica en su vida personal. Ese día, la Comisión Constitucional aprobó el artículo primero del proyecto de Carta Magna: la forma de Estado es la monarquía. Había vencido la corriente pragmática del Partido Socialista, donde, con perspectiva histórica, las posiciones tuvieron una cierta connotación paradójica. El máximo partidario de transigir con los herederos del régimen fue Alfonso Guerra. El principal detractor, un joven y aún bastante inmoderado Javier Solana.

Fue la aceptación de la Monarquía, el casi punto final de un proceso que, visto con los años, parece modélico, pero que entonces costó sangre y sudor. ETA mató en los quince meses de elaboración de la Constitución a 71 personas. Y, para más inri, España estaba inmersa, a raíz de la subida de los precios del petróleo en 1973, en una galopante crisis económica que, sobre todo a raíz de la muerte de Franco, el 20 de noviembre de 1975, llenó las calles de protestas sociales. El Rey Juan Carlos I, heredero legal de la Jefatura de Estado, se enfrentaba a un panorama en el que, además, la oposición, agrupada en torno al Partido Comunista y al PSOE, era cada vez menos clandestina. Su primera gran decisión fue de órdago: obligó a dimitir, en julio de 1976, al indeciso presidente Carlos Arias Navarro, incapaz de hacer frente a la situación, y nombró al desconocido entonces secretario general del Movimiento, Adolfo Suárez. La sucesión de acontecimientos ocurridos desde entonces está ya en la historia de España. La Ley de Reforma Política, que legalizaba los partidos, garantizaba las libertades básicas y preveía elecciones libres, fue apoyada, el 15 de diciembre, por la inmensa mayoría de los votantes. El Gobierno salió favorecido y la oposición, que propugnaba la abstención, comenzó a recular. Era posible cambiar el régimen desde el propio régimen. La legalización del Partido Comunista un 9 de abril de 1977, Sábado Santo, para que se pudiera presentar a las elecciones del 15 de junio, acabó por despejar cualquier duda sobre la marcha de los acontecimientos.

El proceso constituyente, con una UCD con mayoría simple, desembocó en una Constitución que, nacida a través de fórmulas heterodoxas, fue, sin embargo, muy poco original en los contenidos. En líneas esenciales, continúa el modelo europeo posterior a la Segunda Guerra Mundial. Así, consagra el principio de soberanía del pueblo, define al Estado como Democrático, Social y de Derecho, configura una Monarquía parlamentaria y se trata a sí misma como la norma jurídica suprema y, por tanto, directamente vinculante para todos los poderes. Además, menciona una lista de derechos y deberes que tienen especial protección y para cuya revisión es necesaria una reforma que implica la disolución de las Cortes y la convocatoria de elecciones generales. También se prevé un Tribunal Constitucional, que ostenta el monopolio de su interpretación.

Éste es uno de los puntos comunes con la anterior norma suprema, la de la Segunda República. También los hay diferentes: por ejemplo, la propia forma de Estado, definida en 1931 como “una República democrática de trabajadores de toda clase”; o la definición del Estado como laico y la prohibición de “mantener, favorecer o auxiliar económicamente a la Iglesia”. En 1978, la Iglesia salió mejor parada: el Estado es aconfesional. El artículo 16 dice que “los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la iglesia católica” .

Una filosofía común en los dos textos es el Estado autonómico. Mientras la República reconoce el derecho a solicitar estatutos de autonomía, lo que venía a solventar la proclamación de la República Catalana, la norma de 1978 diferencia entre nacionalidades y regiones e indica el modo en el que cada territorio puede asumir competencias. Los dos modelos dejaban abierta la cuestión.

El 6 de diciembre de 1978 fue el pueblo quien legalizó al Rey. Y hasta hoy.

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