Semana Santa

Babilonia y Sión

  • La lluvia concedió al Viernes Santo la tregua suficiente para que se celebraran las ocho procesiones convocadas

Hoy, Domingo de Resurrección, culmina otra Semana Santa que ha condenado a sus testigos y admiradores al estrabismo. Desde la misma salida de la Pollinica ha habido que atender con un ojo a las procesiones y con otro al cielo. Por más que las redes sociales presuman de haberlo puesto todo boca abajo y por más que no haya nazareno sin Twitter, la Pasión malagueña, con todo su esplendor y su riqueza, sigue dependiendo de algo tan natural, débil, efímero y burlón como la lluvia. Pero quizá en esta servidumbre, a imagen de Cristo, tiene la Semana Santa parte de su grandeza.

Este año se han contado víctimas directas de chaparrones (leves, todos, para mayor sensación de fragilidad) y amenazas implacables como Crucifixión, Gitanos y Pasión el lunes y la Esperanza el jueves, además de trayectos recortados, retrasos indiscriminados y la duda perenne colgada a los pies de cada Dolorosa. Las predicciones prometían para el Viernes Santo las peores inclemencias, y aunque al final todas las procesiones salieron a la calle, los momentos agridulces añadieron sobresalientes notas de contraste a una jornada ya poderosamente paradójica en Málaga, en la que el luto y el alivio se dan la mano en impagables esencias barrocas. Sacar la muerte de Cristo a la calle no deja de ser un anacronismo sintomático en una sociedad y un tiempo que han barrido del espectro público cualquier evocación del final ineludible, más aún en Málaga, donde el clima es propenso a la manga corta durante casi todo el año y la memoria del pasado no consta precisamente entre sus virtudes.

Pero si a todo ello se añade una espada de Damocles en forma de nubarrón, lo que acontece es una síntesis de resignación cristiana y tragedia griega que en la acera se traduce de maneras a menudo contradictorias. El entorno de la iglesia de San Juan era un suspiro contenido que no exhaló hasta que el Cristo de la Redención apareció clavado en la cruz más allá de las puertas del templo, a eso de las 20:00, más de dos horas después de lo previsto, y en los rostros cubiertos por el negro más hondo, aquellos que se adivinaban bajo el trono y en el cortejo fúnebre que seguía al Señor, la incertidumbre debió acentuar la aflicción y el pesar. El Sepulcro se vio obligado a recortar severamente el itinerario previsto cuando, a la madrugada, el acecho de la lluvia se hizo demasiado certero. Pero el episodio más desagradable se produjo (más paradoja añadida: quién sabe lo que significan los renglones torcidos de Dios, por más que algunos se empeñen en creer que escribe derecho) bajo techo, nada menos que en el interior de la Catedral, donde el Cristo Mutilado, que celebraba su Vía Crucis de las 19:00, terminó en el suelo con tres dedos rotos. No faltó quien vio en el suceso un signo de los tiempos. Quien quiso motivos para un funeral los tuvo bien servidos, en espíritu y en madera.

Más allá de los partes horarios y la extinción del sol, el devenir fue el propio de la conjunción de dos situaciones bien distintas: la de un Viernes Santo con un significado cristiano y tradicional tajante y la de un viernes enclavado en un largo puente festivo que significó, para muchos, la oportunidad idónea para salir y dar rienda suelta al ocio más noctámbulo. La escena representada, y con más incidencia conforme pasaban las horas, volvía a hacer honor al poema de Camoes Babilonia y Sión: bares llenos, restaurantes sin mesas disponibles y modelitos sensibles a la cacería nocturna y a pocos metros tambores sordos, marchas fúnebres, cirios derramados en lágrimas de tristeza y la figura omnipresente de un hombre muerto. Ya por la tarde, mientras el Descendimiento hacía acto de presencia con su arrebatadora solemnidad a las puertas del Hospital Noble, en el cercano Muelle Uno, a pesar del viento desagradable, una algarabía de familias, parejas y grupos de amigos celebraban el tránsito de la cerveza al café con todo lujo de detalles sobre mesas repletas. Antes, la procesión de Monte Calvario descendió de su capilla al Cristo Yacente y se dispuso a conquistar el centro mientras las heladerías y marisquerías del Compás de la Victoria sabían de frenesíes de sobremesa, de glotones apostados en la melancolía del habano añejo y cauterizado.

La Soledad de San Pablo devolvió a la Trinidad el esplendor que había ganado para el barrio el Cautivo, con similares espejos en los que se reflejaban la devoción de promesa a la Dolorosa arrodillada y la historia de una ciudad que se empeñaba en ser recordada, ya en un atardecer de tinieblas, con las nubes cernidas sobre la iglesia, el paisaje perfecto para que todo un Dios descendiera al Infierno dispuesto a librar batalla durante tres días. Cuando Monte Calvario traspasaba la frontera del Jardín de los Monos, la Victoria mantuvo el pulso de la Pasión de sangre y corona de espinas con la procesión del Amor, que se vio perjudicada por los retrasos acumulados pero volvió a regalar algunos de los momentos más emotivos del Viernes Santo, con el Ubi caritas entonado al cielo en Fernando El Católico, como una firme promesa de esperanza ya pronunciada en plena tortura. El trono de la Piedad, con su severidad precisa, su paso furtivo y pregonero de la desgracia que encierra un hijo muerto en brazos de su madre, calló todas las bocas de El Molinillo cuando la noche era ya una evidencia palpable, sin música, sin armonía, sólo el crujir de los tambores que hacen gala a los huesos rotos. Y todo aquel dolor desfilaba por una caterva de bazares chinos, badulaques inmortales, cartones de tabaco fraudulento importados desde Algeciras, vendedores de lotería, paseadores de perros y ancianas que se persignaban a la velocidad del rayo, todo un carnaval que dejó de ser jauría mientras el rostro de la Dolorosa deseaba hacerse carne para derramarse en lágrimas. No faltaron llantos en otras mejillas, éstas sí humanas, para equilibrarlo todo.

El Santo Sepulcro volvió a encoger los corazones en Alcazabilla, pero la urgencia por regresar cuanto antes evitó algunos enclaves del centro histórico que quedaron confundidos. Entonces, bastaba observar la procesión de Servitas en Pozos Dulces para que la confusión se resolviera finalmente iluminada. En la calle Fajardo, dos manos surcadas de arrugas se agarraban a un rosario gastado por el uso mientras los labios de la misma mujer, una mujer sola, con su melena blanca recogida en un moño de posguerra y un atuendo digno del entierro de un ser querido, imploraban a la Virgen, Dios te salve María, Dios te salve María. Y que en la ciudad inteligente, cosmopolita, postmoderna, olvidadiza y sandunguera llamada Málaga tal sentimiento fulminara de un plumazo las previsiones de lluvia demostró que no toda aquella sinrazón de luto por los dioses está perdida. Málaga fue el viernes Babilonia y Sión, a partes iguales y con iguales consecuencias. Mañana, lunes, la historia y la crisis seguirán su curso. Quién sabe: quizá hagan falta más dioses muertos para llamar a las cosas por su nombre.

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