Entre bambalinas

Campamento de verano

  • Las cofradías tienen la obligación de devolver a los hermanos el sentido de pertenencia a través de la verdad y lejos de las campañas sólo bonitas

Un nazareno del Rocío, a la salida desde la casa hermandad.

Un nazareno del Rocío, a la salida desde la casa hermandad. / J. L. P.

Ahora que el otoño se acerca, y que por fin el curso escolar ha empezado, nos podemos permitir mirar atrás a hacer balance del verano más atípico. Ese mismo gusanillo por la vuelta a las aulas es el que entra cuando un campamento comienza. Las horas se acortan y la conexión con la naturaleza, la despreocupación y los amigos que allí se hacen son el revulsivo necesario para una experiencia que pocas veces puede ser negativa.

Hace unos años, las cofradías de Pollinica y Pasión comenzaron a organizar campamentos de verano con trasfondo cofrade. No faltaban algunas oraciones y una eucaristía, signo de la fe que profesamos. Pero el mayor ingrediente de los campamentos era la diversión. Pasarlo bien, tan sencillo como eso. Y entre la chiquillería se encontraban cofrades, de los que luego llevan siempre sus mejores galas en los actos, reconvertidos en monitores, disfrazados incluso, para crear el ambiente perfecto. Luego siguieron su estela otras corporaciones como Salud y Santa Cruz, dando una oportunidad a sus hermanos pequeños y jóvenes para conocerse, compartir y crear lazos.

Volvamos ahora al contexto pandémico: llevamos casi siete meses sin ver una procesión en la calle. Las cofradías se han convertido, a merced de los de siempre, en organizaciones de pura burocracia. Los cultos son la única vía para poder salir un poco de la rutina tediosa en la que todo está ya hecho porque no hay túnicas que lavar, tulipas que limpiar ni plata que envolver. Y, por hacer las cosas bien, los cultos se reducen en presencia humana, que debe asumir en apenas unos segundos la cercanía de la imagen. El futuro se presenta incierto y preocupante.

Mientras las autoridades sanitarias y diocesanas no levanten el veto –porque una “revolución pacífica” resulta impensable, admitámoslo-, no queda otra que plantear una nueva dinámica o dejarse morir. Ya no es cuestión de ingresos, sino de sentido de pertenencia. Hay quienes se plantean su fe porque no pueden abrazar un varal y eso es indicativo de que algo hicimos mal. Las cofradías tienen la obligación de dar un salto que, dentro de las medidas de prevención, devuelvan a los hermanos a los templos y casas hermandad. Que los hagan sentirse parte de un algo que es suyo, porque para algo lo pagan. Que se haga, eso sí, con verdad. Sin campañas orientadas a ocupar un bonito tuit y lemas que rocen el ridículo.

La convivencia humana es la base ahora mismo. Y se hace con fe, no se aparta a Dios a un lado (tan cerca que está en ti dentro). Y recuperar pequeños espacios como aquellos campamentos de verano garantizarán el presente y también el futuro. No se podrán llevar a cabo nuevos proyectos si no conseguimos que los hermanos hablen con orgullo de “su” cofradía más allá del día de salida. Esta garantía requiere soluciones inmediatas para que no lleguemos, como las autoridades, siempre tarde. Quizás un día en el campo, respetando todas las medidas, sea suficiente.

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