Semana Santa

La Pasión en claroscuro

LA Cruz Verde encierra muchas ciudades en sus calles, como un país pequeño que vive su propio mestizaje. A primera vista puede parecer que dos calles como Altozano y Lagunillas son razonablemente similares, pero una observación más afinada saca a la luz particularidades evidentes. Ayer cobró un especial significado el nuevo monumento del Jardín de los Monos a Miguel de los Reyes, quien mientras vivió no se perdió una sola salida de los Gitanos. Casi se le podía ver en la calle Frailes, solemne, riguroso, después de haber hecho lo propio en Los Negros con la Crucifixión. A punto de arrancarse, una saeta a tiempo. Entre uno y otro, este barrio que debe su nombre a la antigua sede de la Inquisición se volcó ayer con sus imágenes, con su particular tránsito de la Pasión, tan cerca del centro y de la Victoria, tan lejos de cualquier parte. Resulta admirable el modo en que un barrio habitualmente denostado saca a relucir su orgullo, su más profunda identidad materializada en los Cristos y Dolorosas. En la calle Diego de Siloé, la salida de la Crucifixión estuvo custodiada por jóvenes madres tocadas con pantuflas de Pocoyó y coloridos chandals, que tomaban a sus bebés en brazos y discutían en voz muy alta sobre los asuntos más prosaicos; adolescentes con sus cabelleras rasuradas y llenas de mechas, cubiertos hasta las cejas de piercings y colorao, que improvisaban sus mínimas procesiones con tronos domésticos, fabricados por ellos mismos, en los que honraban a vírgenes tamaño barbie; algún turista nacional despistado que creía que aquélla era la salida de Gitanos y preguntaba por la cuadrilla de cantaores que acompaña al Cristo; cumplidores de la peoná que no se habían cambiado el mismo mono sudado de la mañana; canis que escuchaban sus mp3 a toda pastilla con el hip-hop más doloroso y contestatario a través de auriculares enormes como sartenes; fumadores de ciertos aliños no muy recomendables; hombres mayores, con el rostro arrugado, hechos de tiempo, sentados en sillas de playa y con el común gesto digno de un funeral; furiosos devoradores de pipas sentados en los portales; y hasta paseadores de perros, con tres o cuatro canes llevados de la misma mano, con cara de retar al respetable, ésta es mi acera, éstos mis perros y los paseo por donde me da la gana. Nada más culminar la salida había que dárselas de listo y meterse prisa para ver la de Gitanos; y allí estaban, junto al Señor de la Columna, los oficiantes de la algarabía, empeñados en meter cualquier cosa a compás, con sus palillos y sus camisas al vuelo, sus guitarras y sus oles, sus sombreros y pañuelos, sus corrillos, sus galanteos, sus bailes frenéticos, sus niños llevados en brazos y elevados como víctimas propiciatorias, sus litros de cerveza y sus carísimas gafas de sol. Hay una liturgia extraña en la salida de Gitanos que se mantiene hasta el regreso al templo, una antropología garante de elementos misteriosos que parece anclada en una antigüedad milenaria; tiende uno a imaginar las fiestas de sátiros y ditirambos en la Grecia del siglo V a. C., los torneos de tragedias en honor de Dioniso, las procesiones báquicas, el correr del vino, el sentido más pagano de Occidente; y seguramente toda aquella celebración primaveral, todo aquel frenesí orgiástico está contenido en este coro de enfebrecidos comulgantes, con el Cristo como nueva divinidad en el altar. El espíritu es el mismo. Una pareja de alemanes no daba crédito ya en Mariblanca, miraban como temerosos, dónde nos hemos metido, de verdad este país pertenece a la zona euro. Y otros tantos miraban al cielo. Si el Domingo de Ramos había permitido una espléndida jornada primaveral, las nubes de ayer favorecieron el claroscuro, los tonos grises, la incertidumbre. Unas gotas cayeron a pocos minutos de la salida de la Crucifixión. Y con ellas las cruces se dibujaron en rostros y corazones.

las líneas de la mano

Sé que puede parecer raro, pero en la salida de Estudiantes en Alcazabilla tuve la sensación de que todo el mundo a mi alrededor era, como poco, de Madrid. Acentos finísimos y legítimamente castellanos, como de plena meseta, llegaban a mis oídos por todos los flancos. Un matrimonio se me plantó al lado con sus dos hijas, ambas igualitas, no debían tener más de siete años, y la madre preguntó a una de ellas: "Entonces, ¿quieres que nos vengamos de Madrid a vivir a Málaga?" Y la pequeña se desgañitó en un "¡Sí!" que no dejó lugar a dudas. Así que la Semana Santa también sirve para ganar adeptos. Muy cerquita, un padre que llevaba a su chaval sentado a sus hombros le explicaba todo el proceso, el trabajo del mayordomo, los detalles del trono, la letra del Gaudeamus igitur (entonado casi al susurro por algún melancólico que prefería un discreto segundo plano). Muchos de quienes se habían quedado rezagados en Alcazabilla aprovechaban la Plaza de la Higuera del Museo Picasso para llegar rápido a la calle Cister y ver allí la procesión, pero había que espabilar porque pronto no cabía un alma. Los bares y terrazas estaban atestados: en la cafetería El Jardín ciertas señoras ataviadas con pieles y lujosas permanentes lucían su burguesía a raudales, mientras que en el Patio de los Naranjos una parejita se desentendía de la masa para regalarse unas carantoñas a la vista de todo el personal. Todavía había quien se empeñaba en caminar por la misma acera de Císter hasta Santa María, a pesar de la negativa de algunos pacientes moradores, lo sentimos pero de aquí no nos vamos a mover. Justo a la hora en que Estudiantes llegaba a Molina Lario, la ciudad había perdido el miedo a la climatología y ocupaba prácticamente todas las baldosas de sus calles. La Pasión regaló estampas bellísimas en San Agustín y El Perchel se contuvo en un puño para recibir a Dolores del Puente en el Puente (valga la redundancia) de la Esperanza. Mientras, en la calle Granada, frente a la iglesia de Santiago, un tipo ofrecía la lectura de las líneas de la mano o el tarot a bajo precio. Y por alguna oscura razón su oficio encajaba en el hervidero de gentes que se apretaban con impunidad para ver sus tallas predilectas.

un estandarte

A la misma hora en que el Cautivo salía en la Trinidad, la casa hermandad del Rocío, en la Victoria, estaba a rebosar de fieles que ultimaban la procesión de hoy. El olor a incienso era ya notorio, como las flores introducidas a mansalva y las mantillas. En la calle Carril, sin embargo, el Cautivo era ya de los suyos, del barrio, a cielo abierto. La Trinidad se vistió de sus mejores galas, con todos los balcones llenos, miradas furtivas detrás de una cortina, la entrega silenciosa, las promesas contadas por docenas. Se daba aquí la misma asombrosa redención de un enclave castigado, que se ve a sí mismo caer a trozos sin remedio, como una historia que se pierde por el desagüe; en los últimos días, no había bar ni corralón que no estuviera presidido por una imagen del Señor de Málaga. En la resistencia que significa la Trinidad, el barrio más señero de la ciudad, su idiosincrasia más latente, el Cautivo es su estandarte más representativo. Cuando todos los jubilados se asomaban ayer en sus portales vestidos de chaqueta y con flor en la solapa, cuando las mujeres oteaban calladas la última razón de sus esperanzas y los niños escalaban peligrosamente a las rejas para no perder detalle, el barrio entero parecía pregonar: mientras nuestro Cristo siga con nosotros, aquí estaremos. Hubo saetas, lamentos, plegarias alzadas. La manera en que la Trinidad se descubre a sí misma, se exhibe ante el mundo y se reconcilia con el presente devorador, alcanza notables cotas de emoción. Merece la pena dedicar la atención a esos ojos que miran desde los balcones, especialmente los de mayor edad, los que conocieron la gloria de este rincón cantaor y tabernero y su posterior decadencia, el martirio que suponía cada casa derrumbada, cada corralón reducido a escombros. El Cautivo dejaba ayer a su paso ciertos solares y la estampa ponía los vellos de punta, como si los vecinos se reivindicaran a sí mismos con la mismísima gracia de Dios como valedora. Ya fuera del barrio El Cautivo era otro, una realidad distinta, algo más parecido a la estampa turística vendida en los aledaños de los museos. Algo menos propio de la sangre. Eso sí, el ambiente en el pasillo de Santa Isabel era el de una ciudad en la que nadie se ha quedado en casa. Los suministradores de refrescos y helados no daban abasto, y en el puesto de papas asadas de la cercana calle Compañía faltaban manos para satisfacer la demanda. Apiñadas en la misma orilla del río, familias enteras aguardaban la llegada del Señor con la charlatanería de siempre, los comentarios sobre el clima, la política y el fútbol, el cotilleo general, aunque dos amigos con pinta de haberse perdido jugaban al ajedrez con un pequeño tablero magnético. Cualquier cosa podía ocurrir: el milagro se vivía a flor de piel, un año más, para asombro de quienes aún pueden asombrarse.

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