Semana Santa

Primavera ensimismada

  • La llegada de las procesiones al recorrido oficial dio el pistoletazo de salida al tránsito de la Pasión, lo que no es poco: había ganas, tal y como habían delatado los traslados precedentes, y las calles del centro se atestaron durante la mañana para la Pollinica y Lágrimas y Favores y por la tarde para las seis hermandades restantes.

LA jornada del Domingo de Ramos tuvo connotaciones de estreno por diversos motivos. En primer lugar, la llegada de las procesiones al recorrido oficial dio el pistoletazo de salida al tránsito de la Pasión, lo que no es poco: había ganas, tal y como habían delatado los traslados precedentes, y las calles del centro se atestaron durante la mañana para la Pollinica y Lágrimas y Favores y por la tarde para las seis hermandades restantes. Pero, además, por mucho que el calendario imponga su criterio (los papas y los astrónomos pasan demasiado tiempo encerrados), el de ayer fue el primer día de una primavera radiante, indudable, ensimismada, un caudal de luz y cálido cielo azul que espabiló los cuerpos (el mío, por contra, se resintió; maldita dependencia de los cambios climatológicos) y regaló un acogedor remanso de alivio después de un invierno tan largo y tan invierno. En consecuencia, las mangas se acortaron, los helados proliferaron, las anatomías se arrimaron y el tono pagano y festivo del asunto subió enteros. Habría sido un lujo, en este marco, que la banda de cornetas de Fusionadas se hubiese arrancado por La consagración de la primavera de Stravinsky en plena calle Larios. Pero volvamos a lo que íbamos y perdonen tan febril digresión. La cuestión es que la ciudad respondió a la convocatoria de estreno como si hubiera sido en Hollywood, con sus mejores galas. En serio: cada vez más gente se toma en serio lo de ir precisamente de estreno, con atuendos significativamente propios del Domingo de Ramos. Vamos, como si fueran de boda pero con una pincelada un poco más sport. Desde Gaona hasta Méndez Núñez abundaban, al paso de La Pollinica y a ambas orillas, los polos y chalecos dispuestos alrededor del cuello (cuando no trajes y corbatas, asombrosamente frecuentes) para ellos y faldas hasta las rodillas y taconazos para ellas. Iba todo el mundo de lo más peripuesto y pintiparado. Admito que siempre he pensado que Sevilla es la ciudad mejor vestida de Andalucía, pero ayer me quedó demostrado que por aquí no vamos a la zaga, especialmente cuando se trata de la entrada del Señor en Jerusalén. Vale que no tenemos a Vittorio & Luchino, pero ni falta que nos hacen. Había excepciones, claro, pero eran las menos: un hippie desaprensivo con camiseta rota y sandalias más gastadas que el teclado de mi ordenador se paseaba por la Plaza de Alfonso XII en la misma salida de Humildad con un cactus en la mano, no precisamente pequeño. Que ya es tener mala idea. Predominaba todavía por la mañana, como también es ley, el ambiente familiar, los matrimonios con varios hijos a cuestas, todos de la misma edad, y la correspondiente suegra o en su defecto madre, convenientemente rezagada, no corráis tanto que me lleváis asfixiada. En la calle Santa Lucía, una de estas abnegadas abuelas que cargaba las ramas de olivo y las palmas de sus nietos mientras éstos aporreaban sus respectivos tambores y trompetillas dijo hasta aquí hemos llegado, repartió su mercancía entre sus acólitos y se descalzó altanera. Ya puede pasar por aquí el Cautivo, que no me muevo. Por cierto, entre los infantes predominaba, como era de esperar, la raya en medio y el pantalón corto (castigo insufrible donde los haya) para ellos y lazos, moñas y hermosísimos encajes para ellas. Los niños, claro, fueron los grandes protagonistas de la situación, no sólo los que procesionaron vestidos de hebreos con La Pollinica (dos gamberretes se propinaban una mutua paliza en plena Alameda, con alguna severa castaña), que lo disfrutaron de lo lindo, sino quienes iban con sus progenitores al paso de la calle, sorteando las esquinas más populosas, reclamado a llanto pelado helados y torrijas o, insisto, porque más insistían ellos, investigando cómo se podían exprimir los tambores y trompetillas religiosamente comprados en los puestos del pasillo de Santa Isabel. En la Barraka de calle Alcazabilla, ya por la tarde, un señor con pinta de saberse de memoria a Valle-Inclán suplicaba misericordia a unos padres desentendidos que dejaban hacer a sus pequeños con los infernales cacharros. La Semana Santa es una cuestión de paciencia.

helados de torrijas

Por si no ha quedado suficientemente claro hasta ahora, ayer hubo al abrigo de las procesiones mucha, mucha gente. Gente en movimiento, gente quieta, gente exasperada y gente pacífica. Ya desde su primer gran día, la Semana Santa volvió a ejercer su función de puesta prueba de la calidad cívica de cada cual. No puede uno pretender caminar a sus anchas como el que va por su casa; lo más inteligente es saber esperar, dar a cada uno sus tiempos. Lo más probable es que si uno tiene mucha prisa en ver a la Salutación en Carretería después de haber visto al Dulce Nombre en la Plaza de la Marina se encuentre todos los pasillos bloqueados, o con que directamente no hay pasillos. Y si logra al fin encontrar una vía de escape, lo más seguro es que ésta se quede pronto taponada por una madre demasiado castigada por su calzado carísimo, el inepto de su marido y un cochecito de bebé que no arranca ni a la de tres. Uno tiene la tentación de tirarse de los pelos cuando ha llegado al fin a Tejón y Rodríguez con la ilusión de que desde ahí podrá cruzar a Álamos y tiene que admitir que no, que la realidad se impone, que en cualquier rincón alguien ha llegado siempre antes. Otro ejemplo es el recurrente de la confitería Aparicio de la Plaza de Los Mártires: en el mediodía de ayer, para comprar dos simples (pero exquisitas, que conste) torrijas de miel había que invertir no menos de 40 minutos, aunque una vez en casa y con el café no hay más remedio que darlos por buenos. Los clientes se lo toman con calma, y en su derecho están. Lo habitual es que, una vez que a cada cual le llega su turno, no se hagan los pedidos del tirón, sino que se improvise sobre la marcha: ponme tres de azúcar y cuatro de miel, no, espera al revés. A menudo hay una llamada al teléfono móvil para salir de dudas, pero no antes. Se añaden cruasanes de chocolate y caramelitos de ésos de nazarenos que hacen las delicias de los más precoces, pero al mismo tiempo se retiran otros productos, quítame esa loca, ya va a ser mucho. Cuando el interfecto es además turista sajón con escaso dominio de la terminología, la sesión puede prolongarse varios minutos más. Lo bueno es que, en este caso, la cola de Aparicio es una verdadera comidilla en sí misma y se pasa el rato de manera agradable con los contertulios. En espera de mi turno, casi todos los comentarios iban directos como dardos a Zapatero, aunque un señor mayor de espesa cabellera y demasiado sudor en la frente para lo poco abrigado que iba no tuvo reparos en meterse en terrenos más escabrosos y vilipendiar a ciertos obispos por el tapado de curas pederastas. Una señora de pañuelo en el cuello y muchos anillos en sus lucidas manos exhibió un gesto de desaprobación, pero nadie entró al trapo. Por cierto, la verdadera sensación de esta Semana Santa son los helados de torrijas: han vuelto a ponerse de moda y se pueden encontrar en lugares nuevos. Resulta que en una heladería que acaban de abrir en la calle Martínez, justo enfrente de la redacción de este periódico, los hacen muy ricos. Eso sí, ayer hubo de todo, para todos los gustos y en cantidad. En Casa Mira no se cabía, los restaurantes y bares estaban a tope y había que esperar turno para sentarse en casi cualquier mesa. Se frió pescado para parar un tren y se empanaron los filetes correspondientes a las reservas de un año. Si los analistas esperaban con ganas esta Semana Santa para comprobar si lo de los brotes verdes va en serio o es un cachondeo, por el Domingo de Ramos no será.

el cristo romano

En la calle San Juan, como es habitual, se volvió a liar la marimorena para ver a Antonio Banderas cumpliendo sus funciones de mayordomo con Lágrimas y Favores. Los móviles y cámaras digitales competían por el mejor ángulo, pero cuando todo estaba listo para la salida los hombres de trono de La Pollinica entonaban Pescador de hombres en la Tribuna de los Pobres y una viuda herida de sentimiento no podía contener las lágrimas. Dos jovencitas ataviadas con el velo islámico se merendaban unos shawarmas en el turco de la Alameda cuando todo el respetable se rendía a escasos metros a los pies de la Salutación; había que mantener la cabeza fría para aparentar que aquello no iba con ellas, pero lo consiguieron con una conversación animada y soslayo total a lo que pasaba ahí fuera. En la calle Alcazabilla, un matrimonio cordobés delatado a kilómetros por su asento se detenía junto al Centro de Interpretación del Teatro Romano, cuya inauguración va a hacerse esperar más que la del canal de Suez, y él, entrado en años y asentado sobre sus cómodos J'hayber, cual practicante de jogging, preguntó a su esposa: "¿Y de aquí, no sale ningún Cristo?". Estaría bien. El sitio, desde luego, resulta idóneo: por algo están al ladito las imponentes sedes de Sepulcro y Estudiantes. Lo cierto es que en Málaga, en Semana Santa, puede salir un Cristo del lugar más inesperado. Si tuviera que quedarme con una estampa de ayer, preferiría el paso de la Salud por el Puente de la Aurora, pero no me hagan demasiado caso: manías las tiene cualquiera. Por cierto, La Trinidad, que vivió ya su particular coronación con el traslado del Cautivo, volvió a entregarse feliz a la Pasión, su seña de identidad más viva, quizá la última. A eso de las 17:30, mientras en la Plaza de San Pablo no cabía un alfiler, unos canis palmeaban con mala uva al ritmo de Bambino en calle Jaboneros. Total, que la Semana Santa no ha hecho más que empezar y ya ha mostrado sus cartas. Que lo disfruten.

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios