Jueves santo

Un día, mil y una noches

  • Todas las ciudades se dan cita en Málaga en Jueves Santo

  • Y el tiempo parece jugar a favor de que la partida no termine nunca

  • Morir es soñar

Una joven y un tipo que deberá tener la misma edad conversan animadamente en la calle Cárcer. Ella tiene acento italiano, él más bien eslavo. Con su camiseta de The Stone Roses, su maquillaje gótico y sus piercings de fantasía, la chica parece buscar consejo para disfrutar el Jueves Santo y él, rendido al imperio más fashion, con sus pantalones de pitillo, sus tobillos al aire y una barba más perfilada que la de Roger Torrent, se muestra dispuesto a satisfacerla. Los dos hablan un castellano que transita entre el ladino balcánico y el spanglish de temporada, pero más o menos se entienden. Ella pregunta a su guía espontáneo cuál es la siguiente procesión que va a salir y él se refiere a un trono que es igualito "al cuadro tan famoso de Leonardo Da Vinci, no, la Gioconda no, ése en que sale Jesús con sus discípulos [sic] en la última cena". "¿Y pasa por aquí?", pregunta la guiri, como si corriera el riesgo de que un trono le pudiera caer de repente del cielo; a lo que el muchacho responde con indicaciones un tanto oblicuas y aspavientos dignos de gigante cervantino para que continúe por Carretería y tenga paciencia hasta que se tope "con algo". Unos cinco minutos más tarde, tres señoras de abrigo de pelito y con pinta de llevar billetes de doscientos euros en el escote pasan por Santa Lucía. Una de las amigas, la que camina en el centro, avanza brindando sentencias urbanísticas a las otras dos: "Aquí estaba la mercería que te gustaba tanto, Mari, la de los botones. Ahora resulta que les ha dado por quitar todos los comercios del centro para abrir bares y nada más que bares. ¿Alguien cree de verdad que esto se puede sostener así?" Dan ganas de abrazar a Mari y a sus compañeras de jornada, pero la Sagrada Cena, inspirada o no por el genio renacentista de Leonardo (cuán magna resultaría la disposición horizontal en procesión del lienzo, eso sí, sobre un trono cuyo tránsito requeriría la deforestación de la Alameda), va a salir en la calle Compañía y hay que darse prisa. Apenas tomada la vía desde el Museo Carmen Thyssen ya casi no queda forma humana de avanzar. Seguramente no ha habido nunca aquí tanta gente para ver esto. Podemos dar la vuelta y llegar a Puerta Nueva, no, es inútil. La calle es un tupido bosque de palos de selfie. Una suerte de Gargantúa con el cráneo rasurado, camiseta primaria, tatuajes de inspiración ninja, piel blanca como la leche y volumen corporal como para hacer de aljibe en una aldea medieval se atiborra a pizzas y cerveza sentado en un bordillo; en éstas, el gigante se incorpora sin soltar sus viandas, seguramente para estirar sus piernas entumecidas, flanqueado por una alemana canija que fuma tabaco negro como si le fuera la vida en ello, y a punto está de poner perdida de tomate a una mujer vestida de mantilla que lucha por abrirse camino entre la multitud mientras su esposo empuja por detrás, que no llego, Juan, que no llego. Ya en la esquina con Fajardo, los agentes de policía se las ven y se las desean para mantener el campo despejado de incondicionales, devotos y toda la fauna que quiere atrapar la mejor foto del momento. Sí, es Jueves Santo. No cabe un alma. Y no ha hecho más que empezar.

Más aún, esto ha empezado hace ya un trecho. Por la mañana, mientras buena parte del país clamaba al cielo a cuenta de una bandera a media asta por la muerte de Cristo, Málaga se echaba a la calle para recibir a la Legión con ansia de madre celosa. Pero Málaga no era en esta ocasión una mera reunión malagueños: los autobuses plantados en el Paseo del Parque delataban los diversos orígenes regionales y hasta transpirenaicos de otros que también llenaban el muelle 2 con más ganas de hacer fotos. Tras la llegada del buque Contramaestre Casado cundió el éxtasis de ministros y diputados, vellos de punta, lágrimas irracionales, canis que seguían con el pecho al aire la fiesta desde la noche anterior encaramados a las pérgolas, niños con birretes y fusiles que tenían bien claro lo que quieren ser de mayor, vírgenes tatuadas en espaldas torcidas, nostálgicos de pin en la solapa y banderín para la mesa camilla, señoras que aplaudían ruidosamente el desfile de camino a Santo Domingo como si Raphael acabara de cantar Mi gran noche, y la cabra, pero ¿dónde está la cabra? El laicismo tiene aquí su límite natural en la ilusión de tantos, pequeños y grandes, por ver cada año el regreso de la Legión como si se tratara de un amigo al que han echado de menos, el hijo pródigo que vuelve a los brazos de los suyos. Y si la ignorancia debe ser reina por un día, que lo sea. No pasa nada. Si la sociedad postmoderna desea una contradicción en su seno para justificar sus procedimientos, aquí la tiene, servida en caliente. Si no, siempre puede uno ir a desayunar al Tejeringo's y pedir al mundo que pare, que me bajo. En ésas estamos.

Pero no sólo: la Santa Cruz procuraba ganar el corazón de la ciudad desde San Felipe Neri mientras Viñeros lanzaba su órdago en Pozos Dulces en busca de la noche estrellada. Ambos relatos correspondieron a una ciudad entre la ruina y la regeneración, entre el tiempo acumulado y el olvido fugaz, entre el solar de la especulación y la metamorfosis imposible. Cada Jueves Santo, Málaga es todas las ciudades: la más cosmopolitas y mestiza y la más anclada en la identidad heredada, la más iluminada y la más oscura. Así Zamarrilla volvió a ejercer de frontera entre La Trinidad y El Perchel en una calle Mármoles decadente y colmada, donde una mujer con hiyab se escurría entre la multitud sin apartar la mirada de la Virgen, como interrogada en lo más hondo por un oráculo que no movía los labios. A los pies de la Misericordia la calle Ancha ya era otra muy distinta, con la memoria en plena refriega para que sus esencias quedaran contenidas en ciertos ojos vidriosos: dónde está mi Perchel, parecía decir esta mujer cargada de años y melena plateada con la vista perdida en a saber qué Cristo, qué Virgen, qué mano que agarrara la suya, ahora tan sola. Se llenaron tiempo y espacio de novios de la muerte para que morir fuera sólo soñar. Apenas un día y más de mil de noches que no acaban aún.

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