Semana Santa

Se llama Trinidad

LA Trinidad es uno de los enclaves más señeros de Málaga, uno de sus emblemas indispensables, depositario de buena parte de su identidad, su historia y su idiosincrasia. Sin embargo, al mismo tiempo, la Trinidad es un barrio invisible durante casi todo el año. Nada hay en sus balcones engalanados con geranios ni en sus corralones que reclame la atención del resto de la ciudad. Sus necesidades, casi todas urgentes, quedan año tras año fuera de los planes y las actuaciones municipales. Y tampoco han faltado prebostes locales que han pregonado su intención decidida de arrasarlo hasta las heces y llenarlo de hormigoneras. Sus vecinos viven así el día a día en un tour de force por la supervivencia, mientras los solares vallados mantienen su gris hegemonía y los servicios más elementales brillan por su ausencia. Pero un día al año, cada Lunes Santo, apenas 48 después de que el traslado apunte ya al corazón de la ciudad, el Cautivo sale en procesión. Y entonces la Trinidad aflora como si la primavera tuviera sentido, como si todas las miradas del mundo se depositaran en sus calles, como si sus aceras sucias se cubrieran de oro. Esta ceremonia volvió a darse ayer, pero reforzada por dos circunstancias fundamentales: la primera es que Nuestro Padre Jesús Cautivo no salió en procesión el año pasado por culpa de la amenaza de lluvia, así que el reencuentro con el Siervo maniatado y entregado a la muerte era especialmente deseado; la segunda es que, en esta ocasión, fueron las procesiones de Crucifixión, Gitanos y Pasión las que se quedaron sin cumplir sus estaciones de penitencia por el mismo motivo, sentenciado por el chubasco que cayó a eso de las 16:00. La mayor parte de la gente que salió de sus casas a participar de la Semana Santa, que fue mucha, terminó en el barrio, aunque no lo tuviera previsto. La redistribución benefició también a Dolores del Puente, que salió a su hora en Santo Domingo, y a Estudiantes, que salió de Alcazabilla con una hora de retraso, lo que obligó a la modificación del recorrido y al sacrificio del tramo de Carretería; pero fue en la Trinidad donde, insistimos, la primavera quedó consagrada en toda la amplitud del término, tanto en su dimensión religiosa como en la pagana. El Señor de Málaga conquistó los suelos, pero su ejército era un milagro en carne y hueso tan único como diverso, heterogéneo hasta la paradoja, conmovido y distante, aturdido e intacto. Libre.

¿Hay acaso otro fenómeno que pueda convocar con igual eficacia a adolescentes agujereados por todas partes a base de piercings, raperos magrebíes con cara de pocos amigos, señores de chaqueta gris y corbata roja que aprovechan para renovar el tinte capilar, gitanos empeñados en atisbar un cante en la primera esquina, devotas de rosario en ristre y estampitas en ambas manos, tuitteros fervorosos que se dejan los dedos en sus iPhones para retransmitirlo absolutamente todo, estudiantes más veteranos de lo deseable que discuten abiertamente sobre la última película de Lars von Trier, subsaharianos que apuran latas de cerveza en las puertos de los locutorios, madres vestidas con hiyab que aúpan a sus hijos en brazos para que no pierdan detalle, fumadores de Cohiba lanceros, alumnos ejemplares que lucen los escudos de los colegios en sus polos y raya perfecta en las cabelleras, devoradores de palomitas y algodón dulce, rusos que discuten sobre fútbol y política sentados en un banco de la calle Don Juan de Austria y mujeres del barrio intactas en las aceras, mujeres antiguas, endurecidas, conmovedoras hasta el extremo, con los ojos muy abiertos sobre sus rostros morenos ya casi al borde las lágrimas, que la procesión del Cautivo? No. No lo hay. Todo esto se dio ayer una vez más al paso del Cristo. Como un cosmos reproducido en un laboratorio. Había que indagar a fondo en las calles, asomarse dispuesto al asombro a la Plaza Montes y atisbar a los vecinos asomados a las ventanas de los corralones vestidos en bata y zapatillas junto a los azulejos que representan a la Madre de Dios, en la calle Jara y asistir a algunos trapicheos y algunos negocios acordados con un apretón de manos referentes a la compraventa de chatarra, rodear el mismo entorno de la iglesia de San Pablo y toparse con un tipo que hablaba solo en voz alta de lo mal que lo hace el Gobierno mientras cientos de personas se daban toda la prisa del mundo a su lado para acercarse todo lo posible a la casa hermandad, empujar y empujar en la calle Trinidad para ganar el hueco. Pero el espectáculo estaba servido en la calle Carril, con las aceras estrechas repletas de sillas bajadas de los salones de las casas, adolescentes embarazadas que reían a voz en grito las últimas ocurrencias del reality de turno, niños que tiraban piedras a los pocos gatos que cruzaban, ancianos sentados en sillas de ruedas y cubiertos con mantas hasta la boca, nostálgicos de los regulares que tarareaban las melodías de las cornetas y matrimonios que discutían por cierto olvido relacionado con la nevera. Pero cuando el Cautivo hizo suya la calle, con toda su procesión encajada al milímetro entre los bordillos, allí entre fachadas derruidas y comercios abiertos hace más de un siglo, corrieron las lágrimas en las mejillas, la señal de la cruz besó los labios, algunas manos temblaron y la raíz penetró unos cuantos centímetros más en el alma. Toda esa síntesis cristiana y pagana se resolvió en un suspiro. Y la Trinidad salió a lucir como una estrella. Aquí estoy. Viva.

Pero ni siquiera el esplendor trinitario pudo ocultar la decepción que cundió durante toda la tarde en la Cruz Verde. Crucifixión se quedó sin salir entre los llantos y lamentos de los hermanos, igual que Gitanos, que convocó en la calle Frailes a su habitual algarabía, sobre la que la temida decisión, anunciada por megafonía, cayó como un jarro de agua fría. Niños y mayores, propios y extraños, vecinos dispuestos al jaleo y propietarios de las carnicerías halal y los locutorios expresaron su desconcierto cuando no su abierta frustración. Y cuando un chico uniformado de no más de dieciséis años se abraza a un compañero mientras sostiene en una mano su corneta para que sus lágrimas se confundan, no cabe más que admitir que algo más grande que el hombre mismo se rompe cuando un trono no sale a la calle. Algunos de los gitanos que habían llegado dispuestos a mantener el compás detrás del Señor de la Columna durante toda la procesión se consolaron como pudieron con guitarras y palmas en la Plaza de la Merced, pero el sabor agrio resistió en los paladares. En Los Mártires, el anuncio de que Pasión tampoco saldría del templo se reflejó en estampas similares pero menos viscerales, más templadas, a pesar de que toda la calle Santa Lucía era un caudal de expectación y sangre sostenido en un puño.

En cuanto a las procesiones que sí se celebraron, los incondicionales más rezagados de Dolores del Puente llegaron a ver la salida desde el Pasillo de Santa Isabel, al otro lado de un río en el que por momentos parecía transitar el murmullo de una corriente futura, y El Perchel se vistió de gala con la bendición del Cristo del Perdón. Estudiantes puso el pie en Alcazabilla a las 20:00, una hora más tarde de lo previsto, pero su parroquia se mantuvo intacta frente al futuro Museo de Málaga, quizá multiplicada, con su habitual conjunción de contrastes, desde el fervor espontáneo al colorido de puestos de golosinas y vendedores de globos. Mientras tanto, el Cautivo arrastraba su enorme legión de promesas mientras la Virgen de la Trinidad parecía invocar al silencio. En la calle Mármoles, justo antes del puente de la Aurora, un niño de ojos rasgados soplaba con fuerza su trompeta de plástico mientras su padre, sentado en un pequeño taburete, sonreía a la puerta del negocio familiar, un bazar chino que mantenía sus puertas abiertas. En el cruce con Montes de Oca, los vecinos del corralón de Santa Sofía, en gran parte mayores que celebraban en semejante jornada el reencuentro con hijos y nietos, recobraban la Málaga que su memoria aún mantiene intacta, el pasado en el que el Cristo se presenta exactamente de la misma forma. Así que, entre el pasado y el porvenir, el tiempo era sólo una quimera. Con mayor fuerza latían las luces en cirios y farolas. Algo, tal vez lo único, que los años no han logrado apagar.

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