La rendición y el éxtasis
Jueves Santo
La Legión es a Málaga lo que la catarsis a la tragedia griega Sin su llegada cada Jueves Santo, algo terminaría estallando por alguna parte. Mejor así.






A eso de las 10:30, el buque Contramaestre Casado se dispone a atracar en el Muelle 2, unos veinte minutos después de que su perfil se advirtiese en el Puerto para entusiasmo de los incondicionales de la Legión. Quienes esperan el acontecimiento se cuentan por miles. Los más madrugadores llevan guardando sus puestos desde las seis de la mañana. Un chaval con pinta de golfo y los ojos encendidos asegura que ha ligado con el encierro de la Expiración, pero nadie le cree. Como se espera de ellos, los caballeros legionarios del Tercio Duque de Alba II, procedentes de Ceuta, se disponen a iniciar el desembarco al son de El novio de la muerte. En medio de toda la refriega, un cuarentón de nariz afilada y grandes gafas de sol sostiene en brazos a su hija, que no debe tener más de dos años. La pequeña asiste alucinada a la escena y pregunta a su padre: "Papi, ¿qué dicen? ¿Que son el novio de la muerte?" "Sí" La niña guarda silencio unos segundos. "¿Y por qué?" "Porque son muy valientes", responde su progenitor. Después de otro compás de silencio, la minúscula espectadora vuelve a preguntar: "¿Y para ser valiente hay que ser el novio de la muerte?" "Sí", responde de nuevo el padre, con gesto serio. A veces uno asiste a este tipo de prodigios: el momento exacto en que una cabeza es aleccionada en la obediencia y no en el pensamiento. Y también para poder narrar episodios como éste sirve la Legión. El espíritu de Unamuno se reencarnó en una niña que creía, inocente, según el más elemental de los instintos, que es mejor aliarse con la vida. Si llega a responder a su padre "Venceréis, pero no convenceréis", no habría habido más remedio que arrojarse al mar. De cualquier forma, para dejarlo todo bien claro, para cuando el último legionario pisó tierra no cabía un alma en el Palmeral de las Sorpresas; y ya por la noche, en el ardor procesional del Cristo de Mena, el coro que entonaba El novio de la muerte reunía en Uncibay sus voces por cientos. Que no se diga. Ciertamente, en lo que a la Legión se refiere, lo mejor es desistir de la razón y la mera intención de explicar de qué va esto y observar el espectáculo sin más; el cuerpo armado encuentra aquí un amor incalculable, una entrega sin reservas, una pasión sin fondo, como si realmente los héroes que avanzan hacia Santo Domingo con la barbilla apuntando al cielo viniesen a rescatarnos de a saber qué pérfidas zarpas opresoras. La Legión es a Málaga lo que la catarsis a la tragedia griega: si no se produjera, algo tenebroso terminaría estallando en alguna parte. Por grandioso, el amor a la Legión se manifiesta cada Jueves Santo de múltiples maneras: maternal, filial, fraternal, platónico y furioso. Y todas confluyen en la misma aceptación: la muchedumbre era la misma desde el Puerto hasta el misma plaza de Fray Alonso de Santo Tomás, donde el traslado del Cristo se realizó posteriormente con la liturgia de siempre. Otra legión, llamada Málaga, salía en formación a recibir a los suyos.
Allí, en Santo Domingo, la ciudadanía recuperaba sus hechuras de plebe mientras el recinto de honor quedaba al servicio de las autoridades, entre ellas el ministro de Justicia, Rafael Catalá; la infanta Pilar de Borbón; la ex alcaldesa de Madrid, Ana Botella; el alcalde de Málaga, Francisco de la Torre; la esposa del opositor venezolano Leopoldo López, Lilian Tintori; y el actor malagueño Antonio Banderas, un imprescindible de esta cita que acudió acompañado de su pareja, Nicole Kimpel. Pero hasta llegar al traslado, los legionarios iban dejando a su paso un reguero de estampas que únicamente pueden hallarse en Málaga un Jueves Santo: ávidos repartidores de enseñas preconstitucionales que operaban como especialistas de la rápida, vendedores de emblemas de la Legión apostados en frágiles puestecillos, familias al completo, abuelos colmados de nostalgia con medallas al cuello, descamisados canijos que se habían encaramado a los soportes de la enorme pérgola del palmeral (entre ellos tres subsaharianos que se mantenían abrazados para no caerse) con tal de no perder detalle, chicos que distribuían pequeños birretes de la Legión hechos de fieltro a cambio de un euro "para la excursión de fin de curso", parejas que se daban el lote a base de bien al sol de primavera, entusiastas que retransmitían la jugada a través de sus móviles a imagen y semejanza de sus locutores predilectos, turistas que no daban crédito, acólitos del antiguo régimen que hacían valer su posición con lemas impresos en sus camisetas negras que llamaban al "dolor" y al "sacrificio" y hasta una joven que pasaba por allí haciendo running con sus auriculares y tuvo que darse la vuelta. El Palmeral de las Sorpresas no ofrece que digamos mucha visibilidad, pero en cuanto el navío se dejó ver en lontananza el bosque de móviles anclados en sus sticks era más frondoso que el valle del Genal. El entorno del colorido Cubo del Pompidou ofrecía una panorámica interesante aunque lejana a quienes preferían no acercarse demasiado, pero la mejor tribuna resultó ser el balcón del Museo Alborania, reservadísimo seguro desde hace semanas. La enseña nacional abundaba en todas las prendas de vestir habidas y por haber, sombreros, gafas, abanicos, pegatinas y bolsos. Pero resultó ayer especialmente notoria la presencia de público nacional, llegado de numerosos puntos de España. A la hora del desembarco, la orilla sur del Paseo del Parque era una auténtica lanzadera con autobuses de las más diversas procedencias ibéricas que aguardaban el regreso de los viajeros. Y es que el desembarco de la Legión es un fenómeno que trasciende, con mucho, el perímetro de la Málaga ensimismada: la gesta entraña para muchos un atractivo único, quién sabe si un cierto consuelo espiritual, una posibilidad para la reconciliación con el presente. Un sentimiento, en todo caso, compartido por muchos y celebrado en la complicidad del Jueves Santo.
Pero cuando de manera más proverbial se concreta este amor de Málaga a la Legión es al término del traslado en Santo Domingo. Entonces, cuando termina la liturgia, el rito se esfuma y sólo cabe esperar y montar guardia hasta la salida de la procesión, el telón cae y los héroes se revelan como hombres. En consecuencia, se dejan saludar, felicitar, abrazar y agasajar con muestras de cariño que en más de una ocasión rayan la incorrección política. Pero ellos, los caballeros legionarios, debidos a su pueblo, reciben a todos tirando a menudo de infinita paciencia; y así acceden a hacerse todo tipo de fotos y hasta a impartir fugaces lecciones sobre las maniobras con el fusil a encantadas discípulas. Aquí, al lado del río, la venta de insignias, escudos, llaveros, lacitos y todo el marketing se dispara y la mercancía, por lo general, se agota: para entonces, quienes se habían mostrado reservados ya no tienen dudas en la recámara. Junto al Puente de los Alemanes, alzado como un esqueleto sobre el cauce seco, las figuras maltrechas de los veteranos empiezan a diluirse como fantasmas de los que ya nadie recuerda: sus barbas ralas, sus ojos pequeños, las manos curtidas y las espaldas inclinadas, como para apurar las heces del último pitillo, encierran las briznas que quedan de las glorias añejas y del vago recuerdo. Son ellos, o deberían ser, los protagonistas de la jornada. Pero ya se sabe que las patrias no suelen ser buenas madres.
Santa Cruz, Sagrada Cena, Viñeros, Misercordia, Zamarrilla, Esperanza y Vera+Cruz, además de Mena, procesionaron desde primera hora de la tarde y llevaron el Día del Amor Fraterno a las cimas esperadas: la de una ciudad partida entre la rendición y el éxtasis. Y el corazón, satisfecho.
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