El Rey abdica

La sucesión en una Monarquía Constitucional

NO es lo mismo escribir la historia que contar experiencias del pasado. Sin embargo, me voy a permitir arrancar de lo segundo para llegar a lo primero. Esta semana cumpliré 68 años, que es algo menos, no mucho menos, de la esperanza de vida de un español de nuestro tiempo. Tengo, pues, edad suficiente para que mi experiencia me permita jerarquizar los acontecimientos vividos y distinguir, aunque coincidan, entre los que fueron, para mí, inolvidables y aquellos otros que forjaron una nueva realidad y cambiaron las cosas; es decir, que hicieron historia.

Tenía 31 años cuando voté por primera vez, luego de una larga privación de derechos y de prohibiciones humillantes. Aquel 15 de junio de 1977, en que introduje la papeleta del PSOE en la urna, fue para mí una experiencia inolvidable. Pero lo que hizo posible que introdujera esa papeleta fue algo que trascendía a mi experiencia personal: fue un hecho histórico que formaba parte de un proceso de cambio, culminado, un año y medio después, con la aprobación de la Constitución y cuyas consecuencias, felices consecuencias, nos traen hasta nuestros días. La experiencia tiene siempre el protagonismo íntimo y personal de uno mismo, mientras que la historia está protagonizada por los personajes que la hicieron posible. Ésta de la que les hablo fue una historia excepcional. Lo alcanzado en esos años fue, nada más y nada menos, el marco de convivencia más duradero, pacífico y próspero de cuantos ha tenido nuestro país.

Pasar de una dictadura a una democracia no es tarea fácil. Hacerlo como se hizo en España fue una operación política excepcional cuyo principal artífice fue el rey Juan Carlos. Olvidamos hoy, ya lejos de aquellos años, el escepticismo que existía entonces sobre la capacidad de los españoles para organizar nuestra convivencia en un sistema de libertades. Olvidamos también las resistencias de importantes núcleos de poder, incluida buena parte del Ejército, que permanecían anclados en el inmovilismo y miraban con desconfianza, e incluso con hostilidad, cualquier apertura democrática. Olvidamos que la economía no terminaba de salir de la que entonces se llamó estanflación que no era sino paro, recesión e hiperinflación. Y, para hacerlo aún más difícil, no contábamos con precedentes democráticos, duraderos o pacíficos. Solo podríamos encontrar en el pasado causas perdidas y oportunidades frustradas. Jaime Gil de Biedma había escrito que de todas las historias de la Historia la más triste sin duda es la de España, porque termina mal. La democracia no era por ello una apuesta segura, pero la sociedad española supo construir un modelo de convivencia en libertad, desde la nada, sin experiencia y, por supuesto, sin los apoyos internacionales que luego recibirían otros países europeos en trances similares. Fue posible gracias a una operación compleja que se dio en llamar reforma democrática.

La reforma democrática, según se afirmaba en el discurso oficial, consistía en construir una democracia partiendo de la legalidad de la dictadura. Era, desde luego, una contradicción en sus propios términos que difícilmente podría resistir un análisis riguroso. Sin embargo ese discurso, que se había diseñado para hacer, pacíficamente, el recorrido desde la dictadura hasta una Constitución democrática, pudo llevarse a la práctica, debido a que la Jefatura del Estado, cuyos poderes provenían de la dictadura y eran el nexo de continuidad con el franquismo, los usó, precisamente, para resignarlos a favor de un sistema parlamentario y una monarquía constitucional.

El papel de la Corona fue, pues, determinante. Como ha señalado Felipe González en reiteradas ocasiones, el Rey tuvo el acierto de comportarse como un monarca constitucional, cuando aún no se había aprobado la Constitución, y ceder sus poderes y la iniciativa de la reforma al gobierno y a las distintas formaciones políticas. Oficialmente se pudo hablar de reforma, pero lo cierto es que fue una ruptura pactada y propiciada por la inteligencia del Jefe del Estado, el valor y la habilidad del presidente del Gobierno y la cooperación necesaria del jefe de la oposición; uno y otros (y esto es importante), de generaciones que no vivieron la guerra civil. Vistas las cosas a casi cuatro décadas de distancia, podemos concluir que la transición fue el mayor éxito de nuestra historia como pueblo soberano.

Ayer, el rey Juan Carlos abdicó en su hijo Felipe. Aquél había recibido poderes excepcionales y supo usarlos para construir un sistema democrático. Felipe recibe, en cambio, cumpliendo la legalidad constitucional, una Jefatura de Estado que tiene un poder moderador pero ninguna capacidad de decisión sobre los asuntos de gobierno. Hay, pues, una gran diferencia y nada de lo que se esperaba que hiciera Juan Carlos I podrá hacerlo Felipe VI. Lo que no quiere decir que el papel de éste sea irrelevante. Muy al contrario, tiene por delante la difícil tarea de ganarse el respeto de los ciudadanos, representar con dignidad y acierto a un país tan diverso y plural como el nuestro y saber usar la palabra y la persuasión para reconducir situaciones y fortalecer la convivencia. Conozco al todavía Príncipe y tengo confianza en que sabrá hacerlo. La transición se hizo con unos protagonistas que no vivieron la Guerra Civil y ésa fue una de las claves del éxito de aquellos años. Los tiempos actuales, que se renuevan a una velocidad inédita en otras etapas de nuestra historia, exigen que el protagonismo recaiga en personas que no hicieron la Transición. Son ciertamente tiempos nuevos con nuevos protagonistas.

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios