Cuentan algunos seriéfilos urbanitas que conocen amigos que empiezan a darse de baja de las plataformas para tratar de curar la ansiedad que les produce no ser capaces de ver todo lo que quisieran ver en el menú disponible. Ante la oferta inabarcable, los problemas de insomnio y los hábitos de vida trastocados, han optado por cortar por lo sano. Pasarán el mono. Pero podrán volver a hacer vida normal.

Mi adicción es más peliaguda y difícil de curar. Estoy enganchado a la actualidad. Matizo. Estoy enganchado a la actualidad tal como nos la cuenta la televisión. En los informativos y en las tertulias, tanto da. Y a ver quién es el guapo que sale de ahí.

Cualquier serie, por muchas temporadas que tenga, arriba a su final. Para eso están los guionistas y los productores. La materia prima de mi adicción no se agota. Todo lo contrario. Cada vez se complica más, entre fuentes y mensajes. De modo que cada final es un principio. Cada giro de guion, un abismo. Cualquier desenlace, en lugar de serenarnos el alma, abre nuevas vetas, numerosos interrogantes, muchísimos frentes abiertos.

Con decir que echo de menos aquellos tiempos en los que, en todo un mes de Telediarios, la única noticia reseñable podía ser aquella en la que el ministro Jesús Sancho Rof, a propósito del caso del aceite de colza, anunciaba que "el bichito es tan pequeño que se cae de la mesa y se mata", y no había más... Corría el verano de 1981 y yo había cumplido los 19. ¿Cómo se adaptan al flujo informativo continuo, al minuto, al segundo, los jóvenes de 19 años de hoy? Ellos me parecen inmunizados ante la catarata de noticias.

Veo complicado desengancharme de esta adicción informativo-televisiva. Porque por un lado no deja de ser un placer culpable. Pero no tengo claro dónde acaba el goce y empieza la dependencia total y absoluta.

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