El drama del recluso español Pablo Ibar va para largo. Seguirá unos años más en Miami. Mientras se preparaba En el corredor de la muerte se confiaba en girar en el último juicio hacia un final feliz, el que se merece esta persona sobre la que al menos no existen pruebas de peso que justifiquen su condena. El autor, Nacho Carretero, deja al criterio del lector (y Ramón Campos, el productor, del espectador) si Ibar es culpable, pero realmente no hay motivos para que la duda apunte a una responsabilidad criminal. Parece ser el simple chivo expiatorio de una investigación tuerta, una defensa nefasta y un fiscal metódico.

Esta realidad se convierte en inconveniente para la serie de Movistar +. Sabiendo de la desesperación y falta de esperanzas sobre el protagonista, el relato a lo largo de los cuatro episodios de En el corredor de la muerte se vuelve extenuante, pastoso. La serie traslada de manera premeditada la lentitud y desconcierto en que se encuentra. Incluso la iluminación, la luz caribeña, se torna asfixiante en estas circunstancias.

Miguel Ángel Silvestre hace un buen trabajo y aunque parezca que ésto es noticia ya lleva unos años de madurez internacional que le han permitido escapar del Duque y crecer por encima de personajes planos y cortos como el Alberto de Velvet. El musculado actor ha trabajado también los recursos y tanto esfuerzo en modelar el físico también se ha extendido al aprendizaje actoral. La mezcla de idiomas viene a reforzar el carácter documental, además del aceptable parecido de los personajes. Silvestre, con tantas escenas en apenas un cajón, está arropado por un elenco poco conocido pero eficaz, como la novia de la ficción, la puertorriqueña Marisé Álvarez.

La productora Bambú ha elaborado reportajes como la apasionante El caso Alcásser y tras Fariña ha recreado la desasosegante angustia de Pablo Ibar, que rebasa el simple telefilme de sobremesa por la inteligencia narrativa, las ideas propias en la realización y unas interpretaciones de mordiente.

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