Cádiz

La playa como espejo social

  • Historias de largos bañadores, bares y casetas de mampostería

Llegaban los guardias municipales, porque entonces no eran policías locales, y llamaban la atención a esas bañistas extranjeras, seguramente suecas, que apenas iban vestidas con un bikini. Entonces, Ferradans convencía a los municipales, impecablemente vestidos de blanco, para que las dejasen tranquilas y, sobre todo, que no les pusiesen la multa que imponía las estrictas normas morales de aquellos tiempos, que no eran otros que los años finales del franquismo para cuando llegaron las extranjeras a tomar el sol y con ellas el bañador de dos piezas.

Las bañistas estaban sentadas en la terraza del Bar El Anteojo, casi a pie del Hotel Playa, entrada ya la década de los años sesenta. Tiempos de cambios sociales, que no políticos, en una playa, la Victoria, que aún mantenía su carácter familiar, casi una parte más de nuestra casa convertida ya en la gran zona verde que Cádiz nunca ha tenido.

La playa, ejemplo de los cambios sociales en el último siglo, comenzaba a mutar. A principios de la década de los cincuenta comenzaron a construirse las casetas de mampostería, sustitutas de las de madera que los particulares habían ido instalando a lo largo de todo el litoral con multitud de diseños y tamaños.

Las casetas, a las que tras la torta de cemento se les unieron las pequeñas de madera, más baratas en el alquiler, dieron un toque más social a la playa. E incluso más casto. Dentro se cambiaban los bañistas (los que tenían más posibilidades incluso disfrutaban de ducha) y guardaban sus bártulos. A pie de caseta, cuando la marea subía, se jugaba al bingo y se preparaban comilonas hoy impensables.

Quienes no llevaban la tortilla de patatas de casa tuvieron a su disposición, hasta que a principios de los años ochenta comenzó el derribo de las casetas y la construcción de un flamante Paseo Marítimo, los pequeños quioscos que servían helados, patatas fritas y refrescos y, sobre todo, los grandes bares que se ubicaban a lo largo de la playa, precursores de los actuales chiringuitos.

El bar de El Anteojo era el de mayores dimensiones y el que ofrecía una carta más amplia. El histórico Pepiño Ferradans, que ya triunfaba con su Anteojo de la Alameda, lo abrió sobre 1956 y allí pronto fue a trabajar su hermano Rolando.

"El bar funcionaba a la altura del Hotel Playa (el viejo Playa, que nada tiene que ver con el actual). Junto al mismo estaban el bar Jerónimo, cerca del estadio Carranza; el Málaga, que funcionaba por el cementerio o el Roma, por la calle Brasil (y junto a estos, el Bar Almería y el Bar Málaga, de menores dimensiones). En todo caso no tenían nada que ver con el concepto actual de los chiringuitos. Nosotros empezamos siendo un pequeño bar y fuimos creciendo, con una gran barra, una zona para freidor de pescado y asador de pollos y una gran terraza que daba a la playa con capacidad para un centenar de mesas, ampliable a un trozo que se añadió tiempo más tarde. Cuando el Hotel Playa cerró mi hermano llegó a habilitar los bajos para restaurante durante un tiempo", cuenta Rolando.

Si la hostelería es dura, los primeros años de El Anteojo en la playa lo fueron más ante la precariedad de medios con los que contaban sus promotores, sobre todo la ausencia de un medio de transporte para llevar los productos, lo que les obligaba a utilizar un taxi.

Los sesenta fueron un éxito, a la par que la ciudad crecía económicamente gracias a las industrias públicas y a la llegada de los primeros turistas foráneos. "Fue una época de gran trabajo. Teníamos una oferta de carta para cenar muy atrayente. Por cincuenta pesetas dábamos medio pollo y un frito variado de pescado. En aquel momento fue el no va más, con 200 o 300 servicios cada noche". Y eso que el bar ya atendía al público desde mediodía con un ritmo frenético hasta las cuatro o las cinco de la tarde antes de empezar de nuevo con el turno de noche, recuerda Rolando.

Claro que más intensos eran los 18 de julio, fiesta nacional durante la dictadura. "Las familias se traían las cestas de comida desde casa que completaban comprado kilos y kilos de pescado en nuestro freidor. Era una auténtica multitud".

El Bar Jerónimo fue otro de los locales emblemáticos de la vieja playa gaditana. Atendía los usuarios de la zona del estadio Carranza. Lo regentó hasta la década de los años setenta Jerónimo Andreu Galera, que había nacido en 1917 en un pueblo de Almería. Su cuidado en la atención a la clientela y la calidad de lo que allí ofrecía le granjeó un público fiel.

La playa Victoria llegó a contar con 700 casetas. A finales de los años setenta el alquiler más caro era para las de mampostería con ducha, por 14.100 pesetas; las de mampostería costaban 10.100 y 7.100 pesetas las de madera.

Se contaba con varios servicios para los bañistas, con duchas incluidas, atendidas por 60 mujeres, que también limpiaban en ocasiones las propias casetas.

En la vecina playa de Santa María del Mar se levantó a principios de los cincuenta un pequeño balneario que los temporales, especialmente dañinos en esta parte del litoral, se llevó por delante en pocos años. Por su parte, La Caleta perdió la oportunidad de transformar el Balneario de La Palma en el centro de atención a sus usuarios.

En todo caso, donde más se han dejado ver los cambios en los usos sociales de las playas de la ciudad, más allá de los balnearios y servicios de duchas, ha sido en las vestimentas de los bañistas. La primeras fotografías de la playa del Sur (como se conocía a la actual Victoria), o de los baños del Carmen, nos lleva a usuarios vestidos de las rodillas hasta el cuello y siempre separados por sexos.

Las normas morales y los edictos públicos controlando vestimentas y actitudes se hicieron habituales, desde el Ayuntamiento y el Gobierno Civil, a parte de la mitad del siglo XIX, donde ya había intrépidos que pisaban las playas y se bañaban en el mar. Cuando había espacio suficiente se dividía la playa entre hombres y mujeres y si no se optaba por usos horarios. En 1914, por ejemplo, entre las nueve de la mañana y las cuatro de la tarde La Caleta estaba reservada para los hombres.

Cuando la playa se democratizó y ellos y ellas comenzaron a bañarse juntos, con bañadores enseñando más carne, aparecieron las sombrillas, que tuvieron como precursoras los toldos agarrados de dos palos y, antes, las enormes sillas de mimbre que más bien parecían un confesionario.

Y así hasta hoy, sin casetas, sin chiringuitos, con las eternas sombrillas, con las fiambreras y, cada vez menos, con el juego de la lotería.

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios