garcía grana, paseo y radiografía

La resurrección o la quimera

  • El 4 de Diciembre espera todavía que culmine su reforma definitiva mientras las vallas y solares presiden un paisaje en el que la supervivencia ofrece todavía su rostro más duro, y en el que algo parece siempre a punto de romperse: las miradas no precisan palabras

Cuatro hombres juegan a las cartas en la calle Záncara. Es una timba en toda regla, con la mesa de playa, los cigarros que se deshacen en la boca, el gesto amargo en los rostros y un público igual de callado que rodea el escenario como si de un ring se tratase y sigue cada movimiento con la atención del entomólogo. Sólo algunos jovenzuelos rompen el tono monacal a base de pipas saladas, cuyas cáscaras se amontonan en la acera. La escena es calcada a la que puede encontrarse en muchas calles de Estambul, donde hombres como éstos, demasiado maduros para su edad, morenos, hechos de fibra y nervio y poco amigos de las palabras sobrantes juegan al backgammon como si no hubiera nada más que hacer en el mundo. Muy cerquita, nada más cruzar la calle, una mujer vestida con un chándal vende cupones de la Once mientras habla con un vecino que tampoco va a comprarle. En realidad no le dice nada, sólo una sucesión de monosílabos entrecortados, como quejándose de algo pero con prudencia, sin alzar la voz más allá del susurro, que nadie se entere. La placidez que reina entre una escena y la otra es extraña, como si algo estuviera a punto de romperse y quienes lo saben contuvieran el aliento en espera del estrépito final. Poco después, cuatro críos de no más de 10 años pasan como exhalación armando un escándalo considerable. Tres de ellos empujan al cuarto, que va montado en lo que antaño debió ser un coche de juguete a pedales o con un motor eléctrico, ahora apenas un armazón de plástico al que sólo le quedan dos ruedas. Los niños visten con manga corta a pesar de que la tarde es desapacible, hace frío y apunta lluvia. Pero la energía que desprenden es tal que hasta están sudando. Un adolescente se nos cruza en la misma acera. Viste pantalones vaqueros cagaos y una sudadera con la capucha puesta. El muchacho no debe tener más de 15 años, lleva el rostro cubierto de acné y un flequillo castaño que le asoma bajo su camuflaje, pero oculta su mirada con escrúpulo y un tic nervioso que delata algo parecido a la ira. Se da cuenta de que hemos clavado en él la atención, y entonces devuelve la mirada: sus ojos están rojos e hinchados casi hasta la extenuación, como si fueran a salirse de sus órbitas. Babea. Un instante, luego fuera, vuelta al escondite, en busca de algo por aquellas calles que pueda aplacar el fuego.

Pocos barrios pueden comparar su historia reciente en Málaga con la de García Grana, más popularmente conocido como el 4 de Diciembre, un enclave desmantelado casi en su totalidad para su posterior reconstrucción. Lo que prometía ser una resurrección de las cenizas, tipo Ave Fénix, se parece cada vez más al diagnóstico fatídico que anuncia la reaparición de un tumor extirpado de raíz. Según los planes municipales previstos en 2010, la reconstrucción debía llegar a su fin a finales de este 2011. Pero García Grana es un territorio cruzado por todas partes de vallas y solares que impiden el acceso a algunas de sus áreas primigenias (entre ellas la Plaza de la Biznaga, coronada desde 1959 por el sonajero que trasladó hasta aquí desde la Plaza de la Constitución el alcalde que dio nombre al barrio, y que en 2009 fue objeto de un polémico acto vandálico). Casi todos los solares sirven de aparcamientos clandestinos, ahora embarrados por la lluvia, mientras entre las filas de coches los niños continúan sus juegos y otros menos niños practican sus trapicheos. En las vallas, los carteles recuerdan las promesas que habrán de venir, con las inversiones detalladas: zonas verdes, un polideportivo con piscina cubierta y el flamante nuevo mercado. Pero aunque el perfil de la calle Virgen de la Fuensanta haya cambiado radicalmente desde la demolición y posterior construcción de las VPO, justo frente a El Fuerte, García Grana conserva a flor de piel su condición de periferia fuera de sitio. El olvido es aquí una paradoja demasiado cara. El menudeo es visible a la luz del día, y las actuaciones policiales no van a la zaga (hace pocos días fueron detenidos cuatro traficantes). Las conversaciones entre vecinos se dan en voz muy baja, y si uno se acerca a husmear se disuelven enseguida. La sensación de la fractura inminente se repite casi en cada esquina. La resurrección, todavía, es una quimera.

La calle Virgen del Pilar conduce hasta la antigua prisión, un inmueble fantasma que hace aún más sombría la rutina del barrio, como un animal varado que se resiste a la descomposición. Este tramo, a espaldas del consultorio Barbarela, es el que menos ha cambiado del barrio. Los bloques de pisos de escasa altura se suceden entre pintadas que lo invaden todo, suciedad acumulada y locales en los bajos en su mayoría cerrados. Sólo un par de tiendas de alimentación mantienen las puertas abiertas, con mujeres reunidas en las aceras para hacer algo más amable la tarde tan cetrina y gris. Un coche pasa con el hip-hop puesto a un volumen atronador. Cuatro jóvenes tocados con gorras y piercings viajan en su interior, tan tuneado o más que la carrocería. El automóvil se detiene en un semáforo en rojo en esta calle, pero cuando cambia a verde no se mueve. Mantiene el motor en marcha, pero continúa detenido. Ni siquiera se echa a un lado: ocupa el carril como si fuera lo más natural del mundo. Detrás, otros tres coches esperan a que el primero circule. Ninguno de sus conductores recurre al claxon, ni siquiera a las luces largas. Se limitan a invadir el carril contrario y siguen adelante con absoluta discreción. Una mujer sale de uno de los portales: su rostro arrugado, el pelo recogido en una cola hecha a toda prisa y el delantal de flores delatan impaciencia. Lleva una bolsa de plástico liada en la mano derecha, cruza la calle a toda velocidad y se la entrega al chico que ocupa el asiento del copiloto. Entonces sí, el coche continúa su marcha por Fernández Fermina, muy despacio. Caen algunas gotas. La mujer ya ha desaparecido. Y el tiempo pesa.

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