Málaga

Subidos al Metro

  • El suburbano es la última de las piezas de la transformación de Málaga en la última

Bienvenido sea el Metro. O el medio Metro, como algunos se han atrevido a bautizar la infraestructura que, parcialmente, echa a andar. Asumí la satisfactoria tarea de informar sobre el día a día del Metro hace unos ocho años, justo en el momento que me pasó el testigo el entonces plumilla de Málaga Hoy (ahora redactor de El País) Fernando J. Pérez. A él le correspondió la tarea de poner negro sobre blanco los que eran los pilares del Metro de Málaga. La adjudicación de la obra allá por octubre de 2004 fue contada en este diario como lo que era, un acontecimiento para una ciudad, la sexta por tamaño de España, que sólo pensaba en clave automóvil. 

Diez años después, los trenes dejan el escenario de la prueba, el campo de la ficción para ser plenamente reales. El fin para el que fue concebida esta extraordinaria y gigantesca infraestructura empieza a cumplirse. Con pasajeros a bordo, con un punto de origen y destino, con horarios de frecuencia comprobables con el segundero de un reloj. Ya no hay vuelta atrás. El Metro ha llegado a la capital de la Costa del Sol. Y confiemos en que lo haga para quedarse. 

 

Pero esta evidente satisfacción generalizada no puede ni debe esconder un desazón indisimulable. El Metro que este 30 de julio echa a andar poco tiene que ver con lo que se prometió diez años atrás. El pensamiento presente queda marcado por la ilusión de una inauguración inminente, pero la memoria mantiene intacto ese mapa que permitía a un viajero del suburbano dirigirse desde Carretera de Cádiz o el campus de la Universidad hasta el entorno de la plaza de toros de La Malagueta sin necesidad de bajar del tren. Eso no es posible ni lo será, previsiblemente, antes de que pasen otros diez años más. 

 

El Metro presente es una copia del original, con elementos en común perentorios, pero insuficientes, acotados en el tiempo y en el espacio. Lejos de entrar a buscar razones sobre las metamorfosis más recientes en el proyecto, que se trazan por un estado de carestía económica indisimulable por parte de la Junta de Andalucía, los lodos vividos en los meses más próximos encuentran sus barros en los primeros días de la obra. Semanas en las que algún iluminado en la Administración regional decidió sustentar el Metro de Málaga sobre un esquema tan difuso como irreal, incoherente con las necesidades técnicas de una gran obra soterrada. Se quiso hacer la casa sobre cimientos de madera cuando necesitaba hormigón armado y de grosor especial. 

 

Aquella fue una primera contribución fallida a una infraestructura que conforme daba los primeros pasos agrandaba su dimensión presupuestaria. Lo que iba a costar 350 millones de euros cuesta ya del orden de 650 millones, admitiéndose que superará los 800 una vez se culminen los tajos pendientes. Pero ninguno de los muchos responsables autonómicos que han pasado en este intervalo ha asumido una sola responsabilidad. 

 

No lo hizo Concepción Gutiérrez, la madre simbólica del proyecto, a la que le tocó, por decirlo de un modo suave, bailar con la más fea, en su caso el alcalde, Francisco de la Torre. La capacidad del regidor para encontrar piedras que poner en el camino de la obra ha sido, tirando de ironía, meritoria. Fueron tantas las pegas, tantos los peros que los meses pasaron y pasaron... Pero no hubo infierno en Carretera de Cádiz. Más infierno que el propio de unas obras que iban a durar menos de doce meses en superficie y que se alargaron sin fin. En buena medida por la cerrazón adoptada como pose oficial por De la Torre y sus sabios asesores en la materia.

 

Sin embargo, siendo numerosos los achaques que se le pueden poner al papel institucional del Ayuntamiento, no lo es menos que el descarrilamiento del Metro tiene tantos o incluso más culpables en las plantas nobles de la Consejería de Obras Públicas. Allí, sus responsables, no supieron conducir adecuadamente una obra de tan magna dimensión. ¿Por qué no haber empezado el trazado desde el centro hacia los extremos en una etapa en la que económicamente era factible afrontar el reto? ¿Por qué haber dado ese primer paso en Carretera de Cádiz en lugar de en el ramal de Teatinos, a pesar de que era éste el que incluía la llegada a los talleres y cocheras de los trenes? Algunos interrogantes que desde que se destapó la primera valla de la obra del Metro vienen salpicando el proyecto. 

 

Muchos de los que leen estas líneas seguro que ya saben todo esto, que hubo un tal Enrique Urkijo, sí, ese que vino de Bilbao, que puso la semilla de lo que hoy empieza a ser realidad. Me acuerdo de sus maneras siempre enérgicas, de su tenacidad para que el proyecto saliese adelante a pesar de todo y de todos. También de esa especie de desánimo que parecía transmitir, no con palabras, cuando veía que, a diferencia de lo que ocurría en su tierra de origen, dos administraciones no eran capaces de ponerse de acuerdo para sacar adelante algo que era y es bueno para los vecinos. 

 

Un tal Enrique Salvo, del que, aunque muchos lo reduzcan al famoso 11 del 11 de 2011, yo lo recuerdo por muchas otras cosas. Por sus ganas de que el proyecto, embarrado, saliese adelante. Su tiempo, aunque casi a escondidas, lo fue también del de los primeros grandes cambios del proyecto. Fracasó en el intento de poner día y hora sin saber que era imposible adelantar acontecimientos que aún se han demorado casi tres años más. 

 

No todos recordarán a un grande de esta profesión periodística, el número uno en materia de infraestructuras, que sabía casi tanto como un ingeniero pero cuya labor era aún más ardua, traducir a entendible todo ese galimatías de cifras y fórmulas que encierra toda obra. Manolo Becerra no asiste a la inauguración del Metro, de ese Metro que vio nacer en sus escritos, en sus historias. No estará físicamente entre los pasajeros que tomarán oficialmente el primero de los trenes, pero sí será protagonista en el pensamiento de muchos. Manolo, tienes tu billete reservado.

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