calle larios

Elogio de la distracción

  • Cada cual se busca como quiere (o como puede) sus estrategias para lidiar los rigores de la vida diaria, aunque en Málaga cunde una especial predilección por hacerse notar ocupándolo todo.

APUNTÓ el otro día Woody Allen en el Festival de Cannes una idea que me pareció muy interesante: "Todo lo que creas en tu vida se va a evaporar. El universo desaparecerá. Todo lo que hizo Shakespeare o Miguel Ángel, todo va a desaparecer por mucho que lo cuidemos. Así que mi conclusión es que la única forma posible con la que puedes afrontar esto es con distracciones". Que un señor de 79 años suelte semejante reivindicación estoica me parece, cuanto menos, digno de atención: ante la evidencia de que todo se va a ir al garete, lo mejor es que nada parezca demasiado grave; en todo caso, distraído. Los existencialistas, de hecho, tan rigurosos ellos, siempre oliendo a tabaco, no adoptaron como obsesión principal la amargura de la existencia, la náusea de la elección ni la condena del nihilismo, sino algo mucho más prosaico: el aburrimiento. ¿Qué sería del ciudadano, empleado, contribuyente, usuario y feligrés si no dispusiera de mecanismos de distracción para su tiempo libre? Exactamente lo que predican los viejos sistemas estalinistas: su eliminación. Sucede, sin embargo, que la gama de pasatiempos con los que distraer el tedio resulta, por obra y gracia del párvulo capitalismo, extensa hasta lo inabarcable. En este siglo XXI cualquiera puede cultivar un jardín japonés, alimentar una cobaya, hacerse youtuber, tejer en patchwork, cocinar algas, tocar el ukelele, leer en voz alta el libro de los Salmos, comprarse una parcela en Marte, tuitear con sor Lucía Caram o coleccionar cómics antiguos. Todo esto, sin levantarse del sofá. Pero en Málaga, ya se sabe, hace buen tiempo 340 días al año, y esto tiene consecuencias contrarreformistas inevitables también en lo que se refiere al ocio. Hace unos días, en un encuentro que mantuvimos con alumnos de la Escuela de Arquitectura, Salvador Moreno Peralta afirmaba que Málaga, tan dada a poner esculturas de religiosos en el lugar más insospechado, le debe aún un monumento al clima. Pero la deuda no se refiere únicamente al gran atractivo turístico y sus correspondientes ingresos; también, más aún, al hecho de que, con lo a gustito que se está por ahí, las distracciones locales se dan siempre hacia fuera. ¿Quién quiere quedarse en su casa haciendo punto cuando seguro que pasa algo digno de ver en calle Larios? Y así vemos convertidos aquellos entretenimientos reservados a las horas de asueto en res pública, en manifestación urbana, en mosaica huida de Egipto. Más aún: Málaga ha alcanzado ya esa estación en la que ninguna manifestación popular es digna de crédito si no se corta el tráfico en el centro. ¿Nos aburrimos? Tomemos la Alameda. ¿A nadie le apetece jugar a las cartas? Organicemos un maratón en el Muelle Heredia. ¿Demasiado calor para quedarse bajo techo comiendo castañas? Alguna Virgen podremos sacar a hombros. La alternativa, ya se sabe, es el abismo. Que ya lo dijo Schopenhauer. O nos vestimos de corto y lo dejamos todo hecho unos zorros o nos abonamos a una tasa de suicidio mayor que la de Finlandia.

Ayer mismo me dio por cruzar por Santo Domingo y, al llegar a Carretería, me topé con una estampa digna de una novela de Thomas Pynchon. A la altura de Especerías, las carretas que emprendían la marcha al Rocío se amontonaban como si buscaran plaza en el parking de Camas. En el interior de los módulos tronaban ya pitos y tambores, palmas y alegrías, los aromas propios de una romería babilónica, que es lo suyo. Justo entonces, llegaron al cruce los de la Asociación Histórico-Cultural Teodoro Reding, dispuestos a rendir homenaje al al General Reding y a los Voluntarios de la Batalla de Bailén de 1808, ataviados con sus uniformes decimonónicos, su cañón, su estandarte y su parafernalia. La intención de los aguerridos memorialistas era cruzar el puente y llegar a Santo Domingo, donde estaba previsto el tributo, pero claro, las carretas les impedían el paso. Y la mescolanza allí armada entre unos y otros, rocieros de respetuoso simpecado y algarabía a compás por una parte, revolucionarios de galón dorado, bigote reglamentario y sable en ristre por otro, dejó para las retinas una locura deliciosa. Los agentes de policía encargados de dirigir aquello no daban crédito: ¿A quién dejamos pasar primero? Así es Málaga, una y muchas a la vez. No hay Sísifo que valga bajo este cielo azul.

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