Semana Santa

En el origen del mundo

  • La lluvia provocó la suspensión de las cuatro procesiones previstas y convirtió en protagonista absoluto de la jornada al Cautivo, cuyo traslado matinal pudo celebrarse con la devoción de costumbre

SI en algún acontecimiento encuentra la razón sus límites, su puesta a prueba, la mayor de las incógnitas, es en la salida del Cautivo a las calles de la Trinidad. El traslado de ayer significó el gran reclamo de la Pasión (por no decir el único) en una jornada que quedó marcada a fuego por la lluvia, con procesiones suspendidas, visitas en templos y tinglaos y otros traslados tardíos con trayectos reducidos. Pero al Señor de Málaga y a María Santísima de la Trinidad los respetó la lluvia. Y, si quieren, este apunte casi franciscano añadió más misterio a un fenómeno incomprensible, un sentimiento tan esencial en sus planteamientos como diverso en sus formas, una emoción que, al cabo, es una cuestión de identidad y memoria pero también de consuelo, de reparación en la derrota más íntima, ésa que ahora tanto duele en muchas familias, como una cruz alzada que convierte en Gólgota casas, puertas y ventanas. El Cautivo acudió a la llamada, dispuesto a entregarse en sacrificio, pero en la síntesis de cristianismo y paganismo que es la Semana Santa, cuando se trata de enfilar la calle Jaboneros gana por goleada el segundo: ninguna de las mujeres que arrojaban claves el paso del trono esperaban la redención ni el perdón de los pecados. Sólo querían verlo, ver a su Señor, ver lo guapo que estaba, y gritarle, decírselo bien fuerte, agasajarlo con vivas y arribas, disparar salvas en su honor con lágrimas y arrebatos. Porque, si se trata de trazar las líneas básicas, sólo se puede admitir que el Cautivo es una cuestión de mujeres. El Cordero que prefiguró el profeta Isaías no era ayer hijo de la Dolorosa que le acompañaba bien de cerca, sino de todas aquellas mujeres que le aclamaban a sus pies: mujeres vestidas de negro, de faz oscura, con olor a tierra, con los cuerpos modelados por los partos y la espalda inclinada por el castigo, con las manos muy duras y los ojos pequeños; mujeres de solemnidad recogida, de rosario entre los dedos, de discreción impoluta y serenidad aprendida en los colegios; abuelas que iban colmadas de ramos de claveles rojos y guiadas por sus nietas, la melena cana, algunas mantillas, medallas al cuello y vítores en los labios; mujeres canallas, apostadas en los cruces, fumadoras empedernidas, con tres o cuatro niños encima, amenazantes con soltar todo y largarse, implacables en la mirada, gritonas y malhumoradas, llegadas desde algún aquelarre de fregadero y marido en la cama después de no haber ido a sellar el paro; trinitarias de pro, cubiertas con los mismos pijamas que se ven en los escaparates más veteranos de la plaza Montes, arropadas con batas de Justin Bieber y pantuflas de Bob Esponja, con el pelo sucio recogido en moños tiesos de aparente improvisación. Todas ellas eran las madres de aquel hombre, pues hombre era, nada relacionado con Dios asomaba en su rostro, esculpido, no creado, todas se lo habían sacado de las entrañas y lo llevaban ahora en volandas, el culto a Astarté renovado al fin en este lagar, la matriz consagrada como divinidad celeste. Poco después de que el traslado sucumbiera a las estrecheces de la calle Jara, una de aquellas mujeres, madre sin duda, rabiosa por los hijos que le habían quedado por nacer, aclamaba al paso del Cristo: "¡Qué bonito eres!" Como sólo una madre puede dirigirse a alguien a quien ha dado a luz. No, qué puede hacer la razón aquí más que callar.

Ya a las 7:00, en la Misa de Alba que presidía el obispo, no cabía un alfiler en la Plaza de San Pablo. Pero correspondía ver al Cautivo y a su Madre (como si ella representara a todas las que habían de expresar sus anhelos, sus sueños no cumplidos, el fuego en la boca que llaman el dolor de los hijos, mientras durara el traslado) salir de la iglesia e iniciar su peregrinaje, precedidos por la Banda de Cornetas y Tambores de Jesús Cautivo, secundados por las autoridades de turno, regulares y delegados, como si este hombre que nace y muere el Lunes Santo fuese el rey del que hablan algunos. Al término de la eucaristía la algarabía era ya la imposible esencia trinitaria, su majestad y su podredumbre, con familias pertrechadas con todo tipo de cámaras y teléfonos móviles, pandillas de jovencitas que empujaban sin pudor para acercarse al trono y canis que habían aprovechado los pocos contenedores que hay en el barrio para subir a las tapias de los solares y observar desde allí cuales vigías de perenne colilla. Las saetas perfilaban un horizonte imposible, hecho de balcón y cemento, de alma atravesada y bordillo romo. Y he aquí, de nuevo, el milagro de cada traslado, que se repite año tras año con igual eficacia pero con singularidad precisa, como si en realidad se tratara de algo que sólo se ve una vez en la vida y que se sueña cada noche con la ilusión de recobrarlo: el de la Trinidad como un barrio visible. Están ahí sus solares, sus agujeros, sus zanjas, sus corrales, sus charcos, la suciedad de sus rincones, el olvido por parte de una ciudad que decidió volver la mirada para otro lado, dejar que todo este antiguo milagro de la convivencia y la (re)creación vecinal cayera por su propio peso, sin que nadie se diera cuenta, una ruina en la que no se repara, una extinción invisible, un holocausto soslayado; pero, de repente, el velo del templo se rasga y la Trinidad existe. Y se manifiesta entera, disuasoria, implacable: Málaga nace aquí, y aquí muere, en este enclave que durante el resto del año no es ni lugar de paso. A la sombra del Señor y de la Virgen, este principio de todo llega a la ambición fotográfica de los coleccionistas, a los debates y los corrillos, a las portadas de los periódicos. Por eso el Cautivo es la Trinidad: porque admirar su kenosis, su humillación, significa mirar la degradación del barrio, el núcleo primigenio que dejó de serlo para convertirse en bacteria urbana, en excrecencia. Y por eso acudir al traslado es un modo de viajar al origen del mundo, como una regresión al Big Bang de Málaga, que germinó en un Mediterráneo al que también dio la espalda.

En el cruce de Jara y Jaboneros, una mujer creyó caer en éxtasis y afirmó haber visto una paloma blanca acercándose al trono. "¡Viva el Cautivo! ¡Viva la Trini!" La efusión emocional se acercaba al colapso. El arrebato de los incondicionales se mezclaba con la incredulidad de los que por primera vez contemplaban semejante espectáculo, llegados en muchos casos de todas partes, de Córdoba, de Madrid, de Alicante, de Barcelona, de Lille, de París. Lo mejor era después tomar el atajo por Cotrina y llegar a Don Juan de Austria. Allí el Cautivo volvía a ganar el calor de los suyos mientras en las cafeterías, atestadas, el personal devoraba churros y chocolates con fruición dionisíaca. Una mujer, indignada, reclamaba palmas para el Cautivo: "¡Venga, palmas, que es el Cautivo, que esto no parece Málaga!" Y otra mujer la secundaba: "¡Y a la Trini también, que luego en la procesión os olvidáis de ella y siempre va sola! ¿Qué se le dice a la Trini? ¡Guapa!" A estas alturas, el traslado había perdido buena parte de su compostura inicial. Algunas autoridades civiles y militares decidieron abandonar sus puestos y recortar por la calle Sevilla en dirección al Hospital Civil. El desorden era notable: algunos tramos estaban inexplicablemente cortados y en otros quedaban coches aparcados cuando no debía haberlos. Pero entre el caos y la certidumbre, el Cautivo continuó bendiciendo su sendero bajo un cielo poderosamente azul, que en nada hacía presagiar la tormenta que arreciaría sólo unas horas después. Mientras el traslado se desarrollaba en las mismas coordenadas, el merchandising portátil anunciaba en torno al trono toda suerte de pañuelos, medallas y escapularios oficiales con la imagen del Cautivo. En otros órdenes, el Señor constituye también un atractivo que algunos no dudan en aprovechar para fines particulares. Al mismo paso del trono se promocionan televisiones por cable, se hacen encuestas, se distribuyen itinerarios, se venden los más diversos objetos y alimentos y también se producen cortejos románticos. Ante tales desmanes no resulta difícil recordar a Jesús expulsando a los mercaderes del templo, pero la Semana Santa es un invento barroco y en el barroco los mercaderes son bienvenidos en cualquier circunstancia, incluso las más piadosas, siempre que traigan mercancías interesantes.

El producto estrella es, no obstante, el clavel rojo. A su llegada a la Avenida Gálvez Ginachero, el Cautivo y la Dolorosa asomaban ya enterrados en un verdadero búnker de pétalos. Las jardineras del entorno del Hospital Civil se encontraban ya atestadas, igual que las otras cafeterías, en las que otros tantos, incluido algunos miembros del personal sanitario, apuraban sus desayunos. El momento en que, ante la entrada del centro, la música se detiene y la lluvia de claveles continúa en un imponente silencio, delata que la intuición del ser humano respecto a lo sagrado no se ha marchitado del todo: hay un respeto atávico, un pesar filogenético, una comunión sin fisuras ante el misterio. En los accesos del hospital un grupo de enfermos aguardaban con sus ramos, sentados en sillas de ruedas. Depositar los claveles constituía ya una misión imposible, pero los hermanos de la cofradía los tomaban para insertarlos directamente en los huecos practicables. Las saetas de Diana Navarro y Antonio Cortés añadieron más silencio mediante el canto, más sombra mediante la luz, más mármol mediante el quejío, como un templo hecho de voz y aliento. Y allí se quedaron el Cautivo y María de la Trinidad para consolar a los enfermos, con el tiempo detenido.

Tras continuar el traslado por las calles La Regente, Sevilla y Trinidad, el Cautivo llegó a su casa hermandad bajo un cielo gris. En las aceras se abrían los paraguas. El Sábado de Pasión prometía haber dado lo mejor de sí mismo. Pero hay viajes de los que nunca se regresa, como hay recuerdos que esta Málaga no logrará incendiar.

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