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Tan liviana y hermosa muerte

  • Después de dar a conocer la correspondencia de Joseph Roth, Acantilado publica la semblanza que escribiera su amigo el dramaturgo y cineasta Géza von Cziffra

Conocíamos el excelente Huida y fin de Joseph Roth de Soma Morgenstern, publicado en España por Pre-Textos, una estupenda evocación donde Roth no aparece demasiado bien tratado. Luego, hace muy poco, los editores de Acantilado, que acogen en su catálogo más de una docena de títulos del autor centroeuropeo, han publicado una voluminosa recopilación de sus Cartas (1911-1939), escritas desde las numerosas ciudades que acogieron su exilio. El paso del tiempo ha confirmado a Joseph Roth como uno de los grandes narradores del siglo XX, pero su vida desordenada y errabunda, que ejerció un extraño poder de fascinación, ha sido objeto de no pocas aproximaciones por parte de autores que compartieron con él los tiempos convulsos de la edad de entreguerras, como si de algún modo su maltrecha figura simbolizara el finis Austriae del que nunca logró recuperarse y al que dedicó, como su corresponsal y amigo Stefan Zweig, obras imperecederas. Recuperada, del mismo modo que las citadas Cartas, con ocasión del setenta aniversario de su muerte, esta breve y conmovedora semblanza, debida a otro de sus grandes amigos, toma su título de la obra póstuma de Roth, La leyenda del santo bebedor, un hermoso relato en forma de parábola que está disponible desde hace años en Anagrama, con un extravagante prólogo donde Carlos Barral, que lo escribió durante unos meses de obligada abstinencia, define a los abstemios como "gentes dignas de lástima".

Nacido en Brody, Galitzia, en la actual Ucrania, cuando aquellas tierras formaban parte de las provincias orientales del Imperio Austro-Húngaro, Joseph Roth se convirtió tras la desaparición de la monarquía de los Habsburgo en un apátrida que al mismo tiempo que escribía maravillosos relatos y reunía a su alrededor -como escribió un crítico coetáneo- a los nostálgicos integrantes de "ese círculo fantasmal de la bohemia de los legitimistas austriacos", saciaba su sed legendaria con cantidades ingentes de alcohol que hicieron de él, ya en su juventud, un completo dipsómano. "La verdad es que a mí no se me podía ayudar en la Tierra". Los Recuerdos de Géza von Cziffra comienzan con esta frase de Heinrich von Kleist, el gran romántico y temprano suicida, que Roth le escribe en un papel a su futuro biógrafo, un expatriado húngaro, antiguo alférez del ejército imperial, con el que coincide en un café berlinés de finales de los años veinte. Con el tiempo ambos se convertirían en grandes amigos, y Von Cziffra, que no publicó su libro sobre Roth hasta 1983, pudo asistir como testigo privilegiado a la etapa última, la más extraviada y fecunda, de su azarosa trayectoria.

Joseph Roth se hacía llamar teniente, nos cuenta el autor, aunque no lo era. No importaba que no hubiera sido oficial del Imperio ni menos aún le hubieran concedido -a él, que no llegó a pisar el frente- las medallas al valor de las que alardeaba. Todos sus amigos y conocidos sabían que no había que tomar al pie de la letra los relatos y confidencias de Roth, un fabulador nato, un alegre mixtificador que fantaseaba acerca de sus orígenes y embellecía los contornos de una realidad que no le gustaba. Era "un poeta que hacía también poesía de su vida". Esa vida tuvo muchos escenarios, recreados en estas páginas que contienen vívidas descripciones de la Viena y el Berlín de entreguerras, de sus famosos cafés, o del París de los exiliados donde murió Roth, apenas unos meses antes de la invasión de Polonia. Aparecen Stefan Zweig, Heinrich Mann, Alfred Döblin, Odön von Horváth y otros escritores y amigos, además de la mujer de Roth -que enfermó y fue víctima del programa eugenésico de los nazis- y algunas de sus amantes. Aunque lo trata con cariño, Géza von Cziffra no hace un retrato idealizado de este hombre contradictorio al que quería y admiraba, pero cuyos defectos no podía dejar de apreciar, hasta el punto de que la semblanza se cierra con un posfacio donde el autor se disculpa por haber trazado -pero no es así- una imagen demasiado negativa. Para compensarlo, precisa que Roth "era un hombre digno de ser amado"; enumera algunas de sus cualidades, muy especialmente su generosidad, y declara: "Era un soñador; estaba desvalido frente a las realidades de la vida".

"Así soy realmente: maligno, borracho, pero lúcido", dejó escrito Roth al pie de una caricatura fechada en noviembre de 1938. No era del todo cierto, en lo que se refiere al primero de los términos, pues ninguna de las personas que lo conoció lo hubiera calificado como un ser maligno. En este sentido, la actitud de Roth, aun cuando estuviera en ocasiones contaminada por los efectos del alcohol, poco tiene que ver con la de otros ilustres escritores beodos. El empeño autodestructivo convivía en él con una actitud noble y desinteresada. Era, como el personaje de su relato póstumo, un santo bebedor, y aunque acabó sus días triste y prematuramente, tuvo tiempo de dejarnos cientos de páginas admirables. Tenía sólo 45 años cuando escribió la última frase: "Denos Dios a todos nosotros, bebedores, tan liviana y hermosa muerte".

Géza von Cziffra. Traducción de Nieves Trabanco. Editorial Acantilado. Barcelona, 2009. 154 páginas. 17 euros.

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