La tribuna

víctor J. Vázquez

Podemos ante el masoquismo español

HACE ya años el hispanista francés Joseph Pérez publicaba un ensayo que reflexionaba sobre la terca presencia que aún posee en la cultura española la leyenda negra sobre nuestro pasado. Resumiendo mucho, la tesis del autor sería que, a diferencia de otros países europeos en los que no se asumen las miserias nacionales como una particular singularidad sino como parte ineludible de la historia de cualquier nación, en España sigue presente una suerte de fatalismo patrio que contempla las propias desdichas históricas como un desastre con denominación de origen. Lo cierto es que, aunque no sirva de mucho alivio moral, basta echar un vistazo al pasado no tan lejano de nuestro continente para compartir la tesis del historiador francés y darnos cuenta de que los españoles no hemos tenido la exclusiva de la barbarie.

En cualquier caso, lo realmente llamativo del pesimismo español no se encuentra tanto en esa flagelación retrospectiva como en el propio masoquismo presente; y es que, más allá de la singular contrición por el pasado, en la sociedad española resurge en tiempos de crisis un derrotismo, una suerte de resignación ante el presente del país, para algunos, siempre tan miserable como predestinado. El problema, en definitiva, no es cómo va el país, sino lo que el país de forma irremediable es. Este diagnóstico casi metafísico de la realidad sirve de alimento, a su vez, a otra curiosa realidad que podríamos denominar como el narcisismo revolucionario español. Un fenómeno que suele manifestarse a modo de lacónica y resignada queja ante algunos de los males que entendemos congénitos. Frente a la realidad patria, singular por su carácter atávico y en cualquier caso opresiva, el narciso de la revolución eleva un quejido lleno de rebeldía y valor, un quejido heroico e indiscreto -perdón por el oximoron- que viene a expresar la soledad de todos aquellos que, minoritarios y dignos, siempre han sabido dónde estaba ese camino de la modernidad y el progreso que el país, a diferencia de sus vecinos, nunca quiso o pudo transitar en grado alguno.

Pero para que este fenómeno sea perdurable es necesario un elemento dialéctico que lo aliente, y éste por supuesto existe y no es otro que el propio patriotismo castizo, ese optimismo españolista y cañí, forjado en los arrabales del intelecto, que es tan emocional como abiertamente necio. Un patriotismo, en definitiva, orgulloso de no pensar y dispuesto a pasar por alto, con buenas dosis de descaro quevedesco y castizo, cualquier diagnostico crítico de la realidad española. Patriotismo de pulsera, como bien ha dicho Pablo Iglesias. Desde luego, este patriotismo castizo, alérgico al análisis y embriagado de cemento, ha sido caldo de cultivo para la grave degeneración que padece nuestro sistema político. Pero, igual de nociva que la prepotencia zafia que en tiempos de bonanza jaleaba el cumplimiento de nuestra unidad de destino en lo universal, puede ser hoy el masoquismo irracional y el narcisismo revolucionario, que no dejan de incurrir, por otro lado, en el mismo error que reprocha a su contrario: el de la irracionalidad.

Y es que España es un país en crisis pero no es un país miserable ni tampoco singularmente retrógrado o ultramontano. Podríamos recordar, entre otras cosas, que es de los pocos países europeos donde la xenofobia ultraderechista no tiene representación parlamentaria, y ello, siendo frontera con África y habiendo sufrido como nadie el terrorismo islámico. Frente al tópico del centralismo, tampoco viene mal tener presente que España es el único país en el que se ha llevado a cabo una política de inmersión lingüística en la lengua minoritaria de uno de sus territorios; o, frente a la idea de que éste es un país singularmente clerical, basta ver cómo en la Francia laica el matrimonio homosexual no sólo se aprobó más tarde sino que tuvo una oposición social mucho más férrea.

España necesita regeneración y ésta es sinónimo de racionalidad. Una regeneración razonable exige la modestia de vernos como somos pero también salir del laberinto estéril del masoquismo. La mecha del regeneracionismo democrático en España la encendió de forma audaz un partido político de profesores universitarios que entendieron el 15-M, un movimiento político formidable pero también marcado por una indignación no exenta de narcisismo. Hoy gran parte de aquellas bases quiere seguir escuchando que se han criado en una democracia de mentira, que han sido súbditos de un Rey, que no hubo transición y que viven en un régimen político mezquino y clerical. Sobre estos presupuestos dudo que se puedan ganar unas elecciones, pero seguro que no se puede salir del laberinto. Tal vez un joven político catalán, mucho menos audaz, ya se dio cuenta de esto hace tiempo.

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