Viernes Santo

Variaciones de un luto imposible

  • Los contrastes de la Semana de Pasión en Málaga llegan a su máximo esplendor el Viernes Santo: las procesiones reclaman silencio y aflicción por la muerte de Cristo mientras la ciudad sigue su curso.

UN vecino comentaba a otro en la calle Fernando El Católico, minutos antes de la salida de la procesión del Amor: "Ya se sabe, el Jueves Santo hay un ambiente más relajado, más de feria. Pero el Viernes Santo es un día más recogido, lo que se respira en la calle es algo muy distinto". Y sí, tenía razón. Para comprobarlo no había más que acercarse a la salida de la Piedad, o del Sepulcro, con sus rigores de luto, sus tambores sordos, sus marchas fúnebres y su invocación permanente del silencio; por no hablar de Servitas, con su estricta llamada a la penitencia en las oscuridades relativas (los flashes de las cámaras, los teléfonos móviles y demás dispositivos se empeñaban en sustituir al apagado alumbrado público ya desde la puesta en marcha en San Felipe) y la prolongación del duelo hasta bien entrada la madrugada. Pero, como ocurre cada año, esta disposición litúrgica no hacía más que reforzar los contrastes de la Semana Santa: Málaga es ya, también, una ciudad que nunca duerme, pero no por una cuestión de vigilia respetuosa, sino por el signo determinante de los tiempos. La jornada del pasado viernes tuvo mucho de desquite después de que el año pasado la convocatoria quedara pasada por agua; pero fue un desquite en sentido inverso: las ansias por la reposición no buscaban el regocijo ni la euforia, por más que a todas las cofradías les satisfaga ver a sus titulares a cielo abierto; lo que se echaba de menos era el lamento, el ay, el quiebro del velo. Y toda esta explosión de negritud aconteció, serena y absoluta, a pocos metros de donde la otra mitad de la ciudad disfrutaba a sus anchas un día de fiesta.

Todavía mientras la Virgen del Monte Calvario iniciaba su bajada en dirección a la basílica, los bares y restaurantes del Compás de la Victoria permanecían llenos de familias que disfrutaban el día soleado a base de todo tipo de viandas, licores y helados. El festín perduraba durante el paso de la procesión, y se mantuvo, ya con connotaciones de merienda, al paso del Cristo del Amor. A un lado del bordillo de la misma acera, la predicación del ayuno, la oración, Ubi caritas, el rostro descompuesto de la Dolorosa, el orden de los nazarenos, el pesar de los hombres de trono; al otro, platos de gambas y chuletas que iban y venían, helados de todos los sabores, cervezas y gin tonics para hacer la digestión, pagadas las bulas papales a tocateja para evitar que semejante ágape condujera a sus comulgantes al infierno. Algo más tarde, caída ya la noche, el Sepulcro salía de una Alcazabilla colmada de ojos abiertos e inteligencias dispuestas a dejarse embaucar por la atracción que ejerce la contemplación de un hombre muerto, más aún cuando a este hombre se le incorporan cualidades divinas (si Freud hubiese tenido oportunidad de ver esta procesión, habría añadido sin duda importantes matices a sus escritos sobre la tragedia; pero sí, la fascinación por una muerte tan truculenta llega a convertirse en placentera cuando quienes observan advierten que esa muerte no les afecta directamente, y que por tanto pueden tocar el fuego sin quemarse); y al llegar a la Plaza de la Merced, el cortejo convivió a escasos metros con legiones devoradoras de tapas refinadas, de kebabs, de hamburguesas, de comida vegetarina, todo regado con más jarras de cerveza. El cénit del contraste llegaba cuando algunos de quienes cenaban y se contaban sus chistes se levantaban de sus asientos, se acercaban a la procesión, se santiguaban al paso del Cristo y regresaban de inmediato a sus puestos a investigar sobre los postres. Trasladada esta paradoja al ámbito puramente religioso, la materia daría para otro concilio. Pero, en el fondo, el Viernes Santo representa en Málaga una efeméride repleta de nostalgia: la sentida por una ciudad en la que, una vez, hace ya tanto tiempo, la muerte de Cristo se traducía en duelos reales, vestimentas acordes, ayunos respetados, casas cerradas, oficios cumplidos y un silencio estricto al paso de los tronos, todo bajo la amenaza de poderes políticos disfrazados de presuntas tradiciones. Esa ciudad significaba la infancia y la juventud de muchos de quienes acudieron el viernes a ver al Sepulcro, a Dolores de San Juan, a la Soledad de San Pablo, en una Málaga gris, somnolienta, atrasada, sumida en la pesadilla de una posguerra demasiado larga. Una Málaga de tranvías, de locos Matías, de afiladores y de perras gordas. La exposición pública del luto más allá de los templos, según las prerrogativas contrarreformistas, mantiene hoy sus constantes, su índole primigenia; pero obliga al culto a abrirse paso entre las tentaciones de un mundo que, irremediablemente, ya es otro.

Aunque para ampliar la óptica de los contrastes había que ir al Molinillo un rato antes de que saliera la Piedad a la calle. Hace calor y en este barrio sometido a la ruina y al olvido algunos vecinos descansan sentados en los portales. Algunas niñas cantan por tanguillos, lo que aquí es ley. El entorno del Mercado de Salamanca se va llenando de vendedores que arrastran las más diversas mercancías. Justo enfrente, no hace mucho se vino abajo una casa del siglo XVIII, y a partir de aquí se extiende la Goleta, cuyos habitantes también se preparan para ver a la Virgen. Una pareja entrada en años discute en voz muy alta mientras ella lleva en brazos a una niña pequeña, presunta nieta con gesto de preferir estar en otra parte. En los bares ruedan los cafelitos, pasteles para los peques, cigarrillos en casi todas las manos. Una mujer de rasgos gitanos, negrísima cabellera en combinación con su atuendo, zapatillas raídas, oronda figura y cientos de años sobre sus hombros baja por la calle Capuchinos empleando a una adolescente como bastón mientras lleva en la otra mano una silla blanca de plástico. Llega a la Cruz del Molinillo, alcanza la esquina con Alderete y planta allí su trono con expresión de aquí me las den todas. Algunos nazarenos se aproximan ya a la casa hermandad, mientras en las puertas de la capilla, ahora vacía, se acumula un enorme grupo de feligreses. Hay flores y bolas de cera, y mucha suciedad en las calles del entorno de la procesión, en Juan del Encina, en Duque de Rivas. Suenan los primeros tambores, toques de campana, se abren las puertas y el trasiego parece haberse extinguido de repente: todo el barrio está aquí, pendiente del dolor de esta mujer que sostiene a su hijo muerto en sus brazos. Un perro pequeño ladra a los parches roncos desde su balcón. Las ventanas están a rebosar. El trono ya es una realidad material, alguien lee un poema, suena una saeta. El tiempo parece haberse detenido. Pero, apenas discurre la procesión en dirección a Ollerías, superados los obstáculos de los tendidos eléctricos que casi roza la cruz vacía, acontece el descubrimiento de que los bares siguen llenos, de que hay gente comiendo pizza a escasos metros, de que Aparicio ha estado todo el tiempo distribuyendo dulces en Capuchinos, las niñas que cantan por tanguillos regresan a los brazos de sus novios y el asfalto se llena de cáscaras de pipas y pistachos. Así que el Viernes Santo es también, en gran medida, un ejercicio de ilusiones. Acaso, en esto consiste la fe, según dicen.

Como ocurre casi por norma, las primeras procesiones de la jornada encontraron la tribuna de la Plaza de la Constitución y la calle Larios con un nivel de ocupación bastante discreto. Pero cuando cayó la noche, hasta Tony Blair se encontraba en el Hotel Larios para no perder detalle del Sepulcro, acompañado por Antonio Banderas, el alcalde, Bernardino León y otros cicerones de pro. No hubo político, cantante, actor, figura ni privilegiado que rehusara la posibilidad de hacerse un selfie con el gran valedor en Europa junto a Aznar de la invasión de Iraq y la Guerra contra el Terror. Todo apunta a que Blair y su esposa probaron las torrijas, aunque vaya usted a saber si les gustaron. Poco antes, en la salida de la Soledad de San Pablo, en la Trinidad, no había estadistas de semejante talla, pero sí nuevas emociones entre los corralones, las casas antiguas, las fachadas decoradas con bonitos murales pintorescos, los edificios en permanente ruina. Y había que ir a la Rampa de la Aurora para atisbar la pesadumbre en rostros duros, labios enjutos, voceríos a los niños desobedientes de sus padres, abuelas con alpargatas al ladito de jóvenes llegados de otros lares con la melena engominada, camisas a rayas y jerseys sobre los hombros (quienes consideran urgente promocionar la singularidad de la Semana Santa de Málaga respecto a la de Sevilla deberían empezar por aquí). Mientras tanto, la NASA daba cuenta de su nuevo hallazgo: un planeta, bautizado Kepler-186f, situado en la Constelación del Cisne, muy similar a la Tierra y que podría ser el primer rincón habitable fuera del Sistema Solar. Quién sabe si también allí las criaturas hacen como que lloran la muerte de Cristo. Sea el gran teatro, en fin, de la Resurreción.

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