Insituto de Estudios Campogibraltareños

Felipe IV en Gibraltar en 1624: Crónica de una breve visita (y II)

  • La expedición de Felipe IV permaneció en Gibraltar día y medio, generando una interesante producción documental que se emplea para contrastar la situación de la plaza

  • Como efecto de la visita real o no, a partir de 1624 cambiaron muchas cosas en las fortificaciones gibraltareñas

Postal con el frente norte de Gibraltar (1880). Arriba, la Calahorra meriní; abajo, el puente -que fue levadizo-, por el que se accedía a la plaza desde el arenal del istmo.

Postal con el frente norte de Gibraltar (1880). Arriba, la Calahorra meriní; abajo, el puente -que fue levadizo-, por el que se accedía a la plaza desde el arenal del istmo.

Poco antes de llegar a Málaga, se construyó un puente en veinte y cuatro horas, otro de los servicios que Juan de Quiñones y Benavente argumentó buscando el beneficio real, concluyendo que en la ruta del rey “abundaron los bastimentos y provisión en todos los lugares, sin que hubiese falta en nada, ni que ellos recibiesen agravio, y Vuesa Majestad, que viva largos y felices años, volvió con salud a Madrid”.

El Diablo cojuelo relataba las dificultades del viaje con gracia, habiéndolas padecido él mismo hasta el accidente de su carruaje -dedicó al causante un “no hay cochero que no lo vuelque, y aun vuesa merced no lo vuelca mal-, lo que lo obligó a abandonar la comitiva. Desatados los elementos a lo largo del camino, el escenario se volvió a veces dantesco: “Oíanse lamentos de arrieros en pena, azotazos y gritos de cocheros, maldiciones de caminantes. Los de a pie sacaban la pierna de donde la tenían, sin media ni zapato […]. Parecía un pulgatorio de poquito”.

José Carlos de Luna se mostró rigurosamente crítico con el viaje real, del que dice que “de fiestas, que no de cuidados, resultó este viaje del Rey don Felipe IV”, apostillando: “El real viaje [no] produjera otra cosa que deudas y desequilibrios en los presupuestos concejiles, y sin que dejara otro rastro que el de la profunda antipatía hacia el soberbio y fatuo conde-duque de Olivares, que supo granjeársela con la intemperancia de su carácter y la inoportunidad de sus observaciones”.

Caben destacar los dispendios de la estancia real en Doñana y en Sanlúcar de Barrameda, que arruinaron al duque de Medina Sidonia.

En Gibraltar

Herrera y Sotomayor realizó una muy breve referencia de la estancia del rey en el Peñón en la crónica oficial del viaje, publicada en 1624: “Jueves 28 de marzo, fue Su Majestad a comer a Gibraltar a cinco leguas de Tarifa, que con el rodeo que se hizo para mejorar el camino fueron ocho, y hubieron de passar dos barcas en que gastó la gente muchísimas horas. Este día fue el Duque Mi Señor de Sidonia a Arcos. Viernes 29 de marzo, se estuvo Su Majestad en Gibraltar disponiendo lo necesario para/ aquel muelle y fortaleza, y el Duque Mi Señor fue de Arcos a Villamartín. Sábado 30 de marzo, fue Su Majestad a comer a seis leguas de Gibraltar, a Estepona, y de/ allí otras cinco más a dormir a Marbella”.

De ella sabemos poco más que la conocida anécdota de la carroza del rey, que no cabía por la Puerta de Tierra, lo que obligó a que el monarca hiciese su entrada a caballo. El doctor Thebussem ilustra el incidente de la reprimenda del conde-duque al gobernador de la plaza, que le habría contestado con aquello de “que las puertas de Gibraltar no estaban hechas para que penetrasen carrozas, sino para que no entraran enemigos.

Dice Jacinto de Herrera y Sotomayor en su Jornada que el rey ocupó el día 29 de marzo en Gibraltar advirtiendo lo necesario para aquel muelle y fortaleza.

El jurado y boticario gibraltareño Alonso Hernández del Portillo refirió en su famosa Historia de Gibraltar que el Muelle Nuevo, iniciado en la Torre del Tuerto en 1619, “se va prosiguiendo y está hoy en 14 brazas”. Su hijo, que revisó aquel libro a la muerte de su padre, escribió: “Y el rey Don Felipe IV entró en él, y mandó proseguir la obra, que ha costado hoy más de trescientos mil ducados”.

Es opinión extendida, entre los tratadistas del sistema fortificado del Peñón, que la visita del monarca supuso un impulso en el desarrollo de su programa defensivo. Desde que Felipe IV era rey de España, había trabajado en las defensas del Peñón el ingeniero Juan Fajardo, en 1622, aunque el gran impulso a su sistema defensivo llegó con Luis Bravo de Acuña, acaecida justo tras la estancia allí de Felipe IV. Después de Bravo de Acuña lo hizo Andrés Marín, en 1646, entre otros. Todos ellos trabajaron sobre un conjunto fortificado que era heredero del desarrollado entre los siglos XV y XVI, cuando Gibraltar vivió el comienzo de la gran transformación de su fortificación medieval en otra de acuerdo con los modernos principios poliorcéticos del Renacimiento. Hernández del Portillo había ponderado los planes para la defensa de la plaza de “don Álvaro de Bazán, padre del primer marqués de Santa Cruz, siendo alcaide propietario de este castillo, que, como dice el refrán, la mejor traza es del dueño que vive en la casa”. A pesar de ello, su estado de defensa no había apenas cambiado tres años después del saqueo de Gibraltar por la escuadra turca de 1540. Sin embargo, ya en 1618, el capitán Messía Bocanegra sostenía que, “con trecientos soldados que hubiese, estaría en mucha defensa”.

Como efecto de la visita real o no, a partir de 1624 cambiaron muchas cosas en las fortificaciones gibraltareñas. Al año siguiente, la muralla torreada medieval que comprendía la Puerta de Tierra -donde se produjo el episodio de la carroza real-, que era, a su vez, la que cerraba el barrio de la Barcina por el norte, quedó convertida en una defensa “a la moderna”. La muralla fue conocida como de San Bernardo y, la Puerta de Tierra, como la Puerta de España.

Puente sobre el foso y Puerta de España por la que no cupo la carroza real. Puente sobre el foso y Puerta de España por la que no cupo la carroza real.

Puente sobre el foso y Puerta de España por la que no cupo la carroza real.

La intervención de Bravo de Acuña fue decisiva en esta zona. Los muros fueron ensanchados y terraplenados, dada “la flaqueza de la muralla que cae sobre el fosso de la dicha puerta”. De esta forma, y conforme al ideal renacentista, el paso de ronda medieval fue ampliado para permitir el paso, emplazamiento y disparo de las piezas de artillería, así como el acceso de las tropas que hubieran de defenderla. Este recrecimiento se realizó hacia el exterior de la ciudad, enrasando la nueva obra con los salientes de los viejos lienzos, atendiendo las peticiones de los vecinos, temerosos de perder sus casas anexas a la muralla.

El consejero de guerra Luis Bravo de Acuña dirigió al conde-duque de Olivares, en 1627, un memorial en el que daba cuenta del progreso de las obras en esta zona de la ciudad: “Vasse fabricando la puerta principal, la qual puente, fosso y muralla son obras Reales, y baluarte de Sant Pedro, y por la correspondencia del antiguo de Sant Pablo que se le opone, no se haze con casamata ni orejón...”.

Ese baluarte de San Pedro había sido proyectado primeramente en 1587 y rediseñado, sobre planos, en 1610.

A Bravo de Acuña debe Gibraltar la decisiva remodelación de sus fortificaciones, convirtiéndose en la plaza inexpugnable que atacaron los partidarios del archiduque Carlos de Austria en 1704. Solo el recurso a una treta, como fue la toma de rehenes por los marineros ingleses, hizo que Salinas y sus hombres entregasen unas defensas que se encontraban en perfecto estado, a pesar del intenso bombardeo sufrido por los atacantes. El consejero de guerra había hecho que quedase despejada de construcciones el glacis y el istmo, zona dominada por los cañones de los “traveses” de San Pablo y San Pedro. Asimismo, continuó la apertura, en el suelo rocoso al que se abría la Puerta de España, de un foso inundable por acción de las mareas.

Aunque esta obra fue atribuida a Bravo de Acuña por Montero, ya el capitán Messía Bocanegra escribía en 1618 que “sería de mucha fortificacion y importancia para la ciudad acabar de abrir un foso que esta començado en la puerta de tierra”. De hecho, lo había iniciado Juan Bautista Calvi en la segunda mitad del siglo A Bravo de Acuña se debe la elevación de su contraescarpa, creando un glacis. El foso se salvaba por un puente parcialmente levadizo, emplazado detrás de una antepuerta reforzada por una estacada. Aquel diseño original se reconoce perfectamente en el frente norte de Gibraltar, cuatrocientos años y cuatro asedios después, a pesar de las grandes remodelaciones inglesas del XVIII.

Conclusiones

Hemos realizado una minuciosa revisión bibliográfica para aportar de la manera más exhaustiva el amplio eco que la expedición tuvo en su época, rescatando de las diferentes obras datos hasta ahora poco o nada divulgados.

Según nuestros cálculos, estuvo compuesta por unas 260 personas -en contraposición a algunos tratadistas que sugieren más de mil-, que sirvieron, a su vez, como fuentes informativas de primera mano para los firmantes de los trabajos que la reflejaron en los meses siguientes. No obstante, y dado que en las fuentes no se menciona el número total de oficiales y arrieros, podemos estimar que debieron participar entre 300 y 400 personas.

Asimismo, hemos correlacionado la estancia del rey en Gibraltar con la posterior transformación de su sistema defensivo de mano de Bravo de Acuña, en grado mucho más importante de lo ocurrido desde tiempos de Calvi. También hemos aclarado la duración del viaje: 71 días (desde el 8 de febrero al 18 de abril), frente a las obras que señalan 69, confundidas por las palabras de Herrera y Sotomayor.

Queda atestiguado que la expedición se realizó bajo un tremendo rigor invernal de agua, nieve, viento y granizos. “No hubo locura que febrero no ejecutase en nosotros”, se lamentó Francisco de Quevedo. Para apostillar: “Mes fue siempre loco, pero entonces furioso”.

Hemos dejado constancia del lamentable estado de los caminos de herradura y de los ingentes gastos que hubieron de afrontarse para hacerlos transitables para la comitiva del rey.

Finalmente, es interesante resaltar la imagen positiva que Francisco de Quevedo traslada del rey, que se transformó en visión crítica con el paso de los años. No obstante, y a pesar del posible interés laudatorio de algunos de los firmantes de estos textos, la popularidad del rey quedó de manifiesto en las ceremonias oficiales que jalonaron su viaje, así como durante su paso por pueblos y ciudades. Incluso en Sevilla, donde visitó de incógnito la catedral y los reales alcázares, “numerosos transeúntes, especialmente chiquillos, advirtieron quién iba en el carruaje, y rodearon éste vitoreando al rey con gran alborozo”.

Artículo publicado en el número 60 de Almoraima, revista de estudios campogibraltareños. Abril de 2024.

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