Crítica 'La Sapienza'

Hágase la luz

La Sapienza. Drama, Francia, 2014, 101 min. Dirección: Eugène Green. Intérpretes: Fabrizio Rongione, Christelle Prot, Ludovico Succio.

Green permite reposar la retina, limpiarla, también sacudirse del oído los ruidos y la palabrería. La Sapienza es una película que crece después de cada visionado, cuando dejamos de prestar atención a la historia de elevación y al relato de formación y atendemos a los detalles, a la manera en la que el cineasta filma la piedra y las sonrisas, lo sólido y lo pasajero, y con ello advertimos su condición de orfebre de cada pequeña pieza de su cadena hacia la gracia.

En La Sapienza Green hace gala de nuevo de su pasión arqueológica, del gusto por la palabra encarnada, interiorizada, depositaria de lo sagrado tal y como la consideraron los barrocos y también aquellos románticos que antes de recostarse sobre tumbas y nichos se ejercitaron en el lenguaje secreto de las cosas, en el murmullo de la naturaleza. Y la palabra que compromete y se abre al sentido es aquí perseguida por dos parejas que se dejan estilizar posturas y cuerpos para darle una mayor resonancia a lo que dicen. En el cine de Green se trata de un estado de cosas que se agrieta a base de preguntas (¿por qué?, ¿cómo?), a base de un movimiento filosófico; un ejercicio de mayéutica socrática que desemboca en la asunción wittgensteiniana de que ética y estética son una y la misma cosa: preguntando y hablando se llega a un límite a partir del cual el decir se debe trocar en mostración y en acción.

La Sapienza, por eso, es a la fuerza un filme redundante sobre arquitectura, sobre ese enigma más allá de la belleza y la ciencia que concita Borromini; sobre cómo representar el espacio y el tiempo a partir de la luz, que sigue siendo la materia prima del cine, y traspasar las fronteras de la gramática, de la comunicación. Y Green lo consigue renovando votos con la desnudez de todo origen (las panorámicas sobre el eje horizontal y vertical) y demostrando que el montaje paralelo (como lo supo Griffith, Vigo o Borzage) sirve para muy poco si además de alternar acciones no establece correspondencias, un invisible intercambio de ideas y afectos que exorciza toda oscuridad.

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