Así se cuenta cómo se hizo el mejor álbum del pop español, aquel Échate un cantecito alumbrado por Kiko Veneno y sus cómplices (Pájaro, Ortega, Raimundo, el maestro Auserón...) entre la (mi) Sevilla del 92 y el estudio de Londres que dio forma, en las manos del productor Joe Dworniak, al sonido perfecto que catapultaría por fin al catalán-sevillano a la cima de una carrera que hasta entonces se resistía al éxito a pesar de la calidad y la vanguardia contrastadas.
Curtido en el formato (Lole y Manuel), Salgado se deja de nostalgia y hagiografía para domar y moldear el archivo analógico al ritmo preciso de las canciones en su gestación, pero sobre todo filma la música como todos los buenos rockumentales deberían hacerlo, atento a su sonoridad, sus procesos, su materia y su respiración. La pantalla partida funciona como las pistas que aíslan a cada instrumento y el montaje como esa mesa de mezclas que los ensambla, encabalga, repite y recupera en el trabajo previo a la maravilla. Y un plus: el humor, la gracia natural y el quitarse importancia de los artífices de una obra cumbre e irrepetible de la música popular en español.