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Nociones de arquitectura invisible

  • lEl debate sobre el impacto que generará (o no) el dichoso rascacielos del dique de Levante empieza a cobrar matices surrealistas lAlgo tendrá Godzilla que machacar para desquitarse

Un juego: observe esta foto, cierre los ojos durante tres segundos y ábralos de nuevo. Verá qué sorpresa.

Un juego: observe esta foto, cierre los ojos durante tres segundos y ábralos de nuevo. Verá qué sorpresa. / M. h.

Cuando yo era niño vivía en la Avenida de la Aurora, en un bloque de viviendas frente a Horacio Lengo. Mi casa estaba en un quinto piso y me gustaba asomarme a ver el paisaje. Justo al cruzar la calle había un polvero. Me encantaba la humareda que se formaba de vez en cuando, una neblina blancuzca y espesa que permanecía largo rato en el aire. Un día, el polvero cerró y tiraron abajo la casa antigua que ocupaba. En la misma parcela construyeron un edificio de siete plantas y me quitaron buena parte de la vista que tenía desde mi ventana. Y aquello me fastidió bastante, no crean. La citada calle Horacio Lengo, de la que antes llegaba a atisbar un buen trecho, quedó oculta tras la tapia. Algunos años después levantaron otro edificio más con algunas dependencias para la Junta de Andalucía, aunque para entonces mi decepción ya se había mudado en rutina. Pero todo esto viene a cuento porque recuerdo bien que por entonces, cuando yo debía tener cinco o seis años, se me ocurrió una genialidad a lo Italo Calvino: la construcción de edificios invisibles. Así se podrían levantar los armatostes que hicieran falta sin necesidad de taparle las vistas a nadie. Tan entusiasmado estaba yo con mi idea que se la conté a mi padre, y él la aplaudió pero me apuntó una pequeña objeción: para que se pudiera ver completamente a través de ellos, no sólo los edificios tendrían que ser invisibles; también habrían de serlo los muebles, los electrodomésticos y sus inquilinos. Pero, además, si estos últimos no lo fuesen, quedarían en una situación un tanto incómoda, ya que la gente podría verlos en la intimidad de sus casas desde la calle. Yo, claro, me llevé un chasco. Pero recordé el otro día de manera un tanto proustiana esta historia cuando reparé en la categoría surrealista que está adquiriendo la convicción municipal, así como su correspondiente defensa, de que el rascacielos previsto para el dique de Levante no causará un impacto visual notable en la ciudad. El alcalde afirmó el otro día que este impacto será menor que el de las grúas del muelle 9, así que ya me dirán: en el caso de que sea cierto, tampoco halla uno mucho consuelo en la comparación. Es decir, el Ayuntamiento asume la peliaguda tarea de convencer a la opinión pública de que un edificio de 135 metros de alto, con 35 plantas, anclado en el mismo corazón de la bahía de Málaga, visible desde Torremolinos, Rincón de la Victoria, Los Montes y hasta la Sierra de las Nieves (tal y como recordaba en este periódico hace unos días el profesor Matías Mérida), no va a causar un impacto visual demasiado sensible en un paisaje absolutamente exento, hasta ahora, de construcciones de este calibre. Cuando dice cosas como lo de las grúas del muelle 9, que es como comparar el impacto del Empire State con el del Faro de Alejandría, sospecho que el alcalde empieza a echar de menos lo mismo que yo de niño: edificios invisibles. Así que a lo mejor sería buena idea fichar de asesor municipal a David Copperfield, a ver si, una vez construida, hace desaparecer la torre, aunque sea sólo a la vista; o a Christo, el artista empaquetador, por si se le ocurre una solución bonita para cubrir el supositorio y lograr que a los pesados de turno no les importe tanto encontrárselo.

Ya puestos a poner excusas, podríamos concluir que es buena idea poner ahí un edificio así porque, si estallara una guerra nuclear y emergiera Godzilla de las aguas, podría entretenerse en machacar el mamotreto y así dejaría en paz todo lo demás. Aunque tampoco estuvo mal aquello de que a los parisinos tampoco les hacía mucha gracia la Torre Eiffel y mire ahora usted qué contentos están. Que yo recuerde, las objeciones no fueron dirigidas tanto a la altura del emblema como a que era una cosa muy fea; y además, perdón si me equivoco, creo que la torre se erigió como una construcción transitoria que se quedó de manera permanente por la misma voluntad popular. Por otra parte, comparar nuestro potencial rascacielos con la torre Eiffel entraña una salida bastante cateta, pero también es una forma de hacerlo invisible: se trata de que el personal no vea un edificio de 135 plantas, sino la Torre Eiffel, nada menos. A eso cómo vamos a decir que no. Como si Antonio Banderas decide abrir un teatro en Málaga; nadie en su sano juicio se va a negar ni va a quejarse, aunque le metan 23 locales comerciales, restaurantes gourmet y una altura de seis pisos. En llevar a cabo una intervención con consecuencias concretas y convencer a los ciudadanos de que se está haciendo justo lo contrario negando el suceso de esas consecuencias hay un poso nada desdeñable de pedagogía maquiavélica. Por cierto, ahora que Catar sufre su particular embargo, igual hay que ir a buscar los millones a otra parte. En algún país invisible, tal vez. Mejor no dar ideas.

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