Calle Larios

'Nove, vieo'

  • ¿Existe un habla malagueña, o es todo mitología e impostura? l Pocos filólogos se han pronunciado al respecto, pero a veces entra uno a una cafetería y tiene la sensación de estar en Valladolid l Se trata, al fin y al cabo, de otro argumento más para alimentar la ilusión de que se vive en otra ciudad

NO hace mucho llamé por teléfono a una productora de teatro barcelonesa para solicitar una entrevista. Me atendió una chica muy simpática y muy amable que en pocos minutos me concertó la cita con el personaje en cuestión, haciendo gala de una solvente eficacia. Ya me disponía a despedirme tras agradecerle su celeridad cuando la chica me preguntó: "Perdona, ¿parlas catalá?". Debí poner una cara de póquer del quince. Tanto que tardé unos segundos en responderle que no, que lo sentía mucho, que me sabía diez o doce palabras en gallego pero que al catalán aún no le había metido mano. "Ah, me había parecido", dijo ella. Y colgó. Y entonces yo pensé: un momento. He nacido en Málaga y he vivido siempre en Málaga, así que no soy precisamente sospechoso de contaminación lingüística. ¿De verdad alguien puede llegar a pensar que mi acento recuerda al catalán? Es extraño, porque a menudo tengo que pasar por el trago de escuchar mi voz grabada cuando transcribo las entrevistas y no percibo en ella un acento especial, por más que mi padre tuviera un musical seseo y algunos de mis hermanos hagan gala de cierto proverbial nove, vieo de vez en cuando. Tiendo a suprimir las eses finales, y las des de los participios, vale, pero como todo el mundo. De ahí al catalán media un abismo. O eso creía yo.

Toda esta retahíla viene a cuento porque el episodio me llevó a reflexionar sobre la existencia, real o imaginaria, del habla malagueña. Y no me refiero al hecho de llamar pero a la manzana, sino a esa música arrastrada, digna de una melopea de órdago, en la que consiste ese hipotético acento. Su singularidad respecto a otros registros andaluces es notoria: ni el empeño fricativo cordobés, ni la altanería aguda de Sevilla y Cádiz ni la discreción monosilábica regada de icos (un poquico, qué bonico, rastros del ladino que hablaban los judíos sefardíes) de las provincias orientales. El tono malagueño se parece a un Gymnopédie de Satie: lento, calmo, contrario al sobresalto, dispuesto a pensarlo todo dos veces o a no pensar nada en absoluto. Pero este deje, si es que realmente existe (no faltan quienes quieren emplearlo como argumento para defender la distinción y la identidad de Málaga respecto al resto de Andalucía: éramos pocos y parió el Frente Bokerón), se encuentra, lamentablemente, en estado de extinción. Basta entrar a cualquier establecimiento comercial o a cualquiera cafetería, especialmente en el centro, para escuchar cantidad de participios bien pronunciados, plurales inequívocos, inflexiones propias de presentador de telediario, todo un escaparate de corrección fonética y también, oiga, gramatical. A menudo entro a los bares menos aficionados al mestizaje cultural con la intención de pedir un sombra y me parece estar en Valladolid, donde, dicen, hasta los niños son muy bien hablados. No negaré que cuando oigo a alguien decir "vi de venir el autobús" se me ponen todos los pelos de punta, pero sí echo de menos, a veces, un tono que me recuerde que vivo en Málaga. La tendencia contraria al habla característica se acrecienta precisamente en el centro, entre las edades más jóvenes y entre estudiantes y profesionales liberales, de modo que en los barrios es más posible y más fácil reconciliar el oído con su origen.

La lengua, especialmente la hablada, es una criatura viva que crece y evoluciona a partir de los criterios más dispares. Los filólogos aducen toda clase de motivos para explicar estos fenómenos, pero un servidor tiene su propia teoría sobre lo que al fin y al cabo es la uniformidad de los acentos y la eliminación de singularidades como la malagueña. Alguna vez he escrito sobre el milagro que supone mantener hoy una conversación libre y espontánea con un desconocido en cualquier sitio, pongamos un bar. Quienes pisan la calle llevan encima cada vez más artilugios tecnológicos con los que conversan constantemente: ipods, ebooks, netbooks, iphones, tabletas de qué sé yo, prensa en todos sus formatos y otros ornamentos con los que cualquiera distrae la sensación de estar solo. La consecuencia lógica consiste no sólo en que cada vez se habla menos, sino también en que cada vez se escucha menos. La palabra hablada se encuentra en franca decadencia, y seguramente éste será el precio a pagar a cuenta de la sociedad de la información. No creo que todos a quienes oigo diariamente pronunciar la palabra helado con todas sus letras hayan llegado a Málaga montados en el AVE; lo que ocurre es que cada vez se habla más como se escribe (o se tuitea), y de hecho casi cualquier licencia empieza a verse mal en ámbitos cada vez más comunes. En fin. Muerde qué rollo, ¿abe?

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