calle larios

Tan efímero como un gorrión

  • A veces uno cree que Málaga es de una manera y luego resulta que no es así en absoluto

  • O que, al menos, aspira a ser otra

  • Lo banal y lo que de verdad importa vienen siempre de la mano

Un aforismo de Chantal Maillard en plena calle y Málaga es otra. O tal vez el otro es uno mismo.

Un aforismo de Chantal Maillard en plena calle y Málaga es otra. O tal vez el otro es uno mismo. / p. b.

Este artículo iba a ir de gorriones. Les cuento: hace unos días me paré en un bar alejado del centro, me senté en la terraza a tomar un café y comparecieron tres hermosos pardales en busca de miguitas de pan o de cualquier cosa que pudieran llevarse al pico. Me quedé quieto como un marmolillo para no incomodarlos y me sentí un privilegiado por tenerlos tan cerca, comiendo casi de mi mano. Después se esfumaron sin más, pero para entonces mi memoria, tan ligada a estos plumíferos desde la infancia, ya había quedado satisfecha, reconciliada de alguna forma con la ciudad en la que los gorriones me han acompañado desde siempre. Cuando a alguno le da por colarse aún en mi patio, la casa entera cobra un calor diáfano, realmente hogareño, hasta que Sócrates se acerca curioso a olisquear y el invitado sale raudo a probar suerte en otra parte. No hace mucho leí en National Geographic un artículo de Jonathan Franzen en el que el escritor, dando rienda suelta a su pasión ornitológica, afirmaba que no concebía un espectáculo mayor que el que ofrecen los gorriones cuando anidan en los semáforos de la Quinta Avenida, en Nueva York. He tenido la suerte de presenciar este fenómeno y sí, es cierto: pocas veces es tan palpable la evidencia de que también las urbes son entornos naturales, en los que las especies conviven en un equilibro delicado y milagroso. Del mismo modo, sin embargo, los gorriones que podemos ver todavía en el Parque del Oeste, o en el Camino de los Almendrales, o de manera distraída en Martiricos o en Nueva Málaga, dispersos y solitarios, nos recuerdan que Málaga forma parte de un ecosistema diverso y hasta insospechado. Desde hace algunos años, la población de gorriones se reduce en todo el mundo a pasos de gigante; y en Málaga su extinción es mayor por obra y gracia de las invasoras cotorras argentinas, que han ocupado sin miramientos la mayor parte de su hábitat. Sin los gorriones, el equilibrio vital al que me refería antes se ve inevitablemente mermado; y la memoria que recuerda el momento de encontrarlos en el alféizar de la ventana del salón, algunos sábados llenos de luz, cuando mi padre aún vivía, se resiente un poco, luego se encoge de hombros, suspira en plan qué le vamos a hacer, se incorpora distraída ya en otras cosas y aguarda, sin embargo, la ocasión en la que volver a disfrutar con alguno de estos dinosaurios en miniatura, descarados y solemnes.

Sí, bueno, éste iba a ser un artículo sobre gorriones. Y a lo mejor lo termina siendo. Lo que pasa es que el otro día, algunas jornadas después de mi encuentro de sobremesa con los pajarillos, aparqué el coche en el parking de Camas y unos minutos más tarde, apenas conquistado el aire libre, me topé en la esquina con Especerías con un lema que llamó poderosamente mi atención. Estaba escrito en un papel, a su vez plastificado y adherido una esquina de ésas en plan chaflán, justo detrás de unos contenedores de basura atestados que prestaban una escenografía tan dudosa como bien significativa. Últimamente he visto varios mensajes de este tipo, así impresos directamente sobre los muros, como si alguien tuviese demasiado interés en que nos hagamos preguntas a través de tan literaria modalidad del arte urbano. El lema al que me refiero rezaba: "El infinito es la sorpresa de los límites". Y abajo indicaba el nombre de su autora: la poeta y filósofa Chantal Maillard. Había leído aquel aforismo en ya no recuerdo qué libro de Chantal, pero me sorprendió hallarlo así, de repente, tan de sopetón; tanto, que me pareció estar en otra ciudad. Otra que realmente hubiese ensanchado sus límites hasta abarcarlo todo y que a la vez se hubiese comprimido lo suficiente como para poder acogerse en mis manos. Así es Málaga: uno lamenta la deriva deshumanizadora a la que ha sido condenada por una clase política capaz únicamente de asumir objetivos financieros y por un sector turístico y hostelero decidido a esquilmarla con total impunidad, y al día siguiente la calle se te ofrece como un tesoro de presencias, un camino en el que alguien deja una huella y te invita a seguirla. Es curioso, porque en alguna ocasión he hablado con Chantal sobre los pájaros, sobre la obsesión (de la que ha dado cuenta en algunos libros y en una memorable exposición junto al artista David Escalona) que mantiene desde niña respecto al destino que siguen los pájaros cuando mueren. ¿Dónde van, por qué no se ven nunca sus restos, siquiera mínimos, desmenuzados? Y aquella conversación se me vino sin remedio a la cabeza, porque justo la muerte de un gorrión puede ser también un límite sorprendido. Mi sorpresa tiene que ver con la facilidad que demuestra Málaga para ofrecerte en un mismo paquete lo más banal y lo que verdaderamente importa; mi límite, con la memoria que habitará en otros cuando yo ya no esté y vengan gorriones, tal vez, a buscar miguitas.

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