Málaga

De los maestros recordados

  • lResulta conmovedor comprobar cómo todavía algunos caen en la cuenta y rinden homenaje a sus educadores lLa cuestión es cómo salda cada uno su particular deuda

Al cabo, lo que menos abunda es el reconocimiento de los méritos que pasan más desapercibidos.

Al cabo, lo que menos abunda es el reconocimiento de los méritos que pasan más desapercibidos. / juan carlos vázquez

Hace unos días toda la prensa local llevaba en sus páginas como protagonista a un maestro de un famoso colegio de Málaga al que le había llegado la hora de la jubilación. El maestro en cuestión recibió un caluroso homenaje por parte del centro en el que participaron alumnos presentes y pasados, algunos convertidos hoy en líderes de opinión, profesionales ampliamente reconocidos, cabecillas de las administraciones varias y otros lustrosos habitantes del palco de autoridades que debían sus primeros conocimientos de Lengua y de Literatura españolas a nuestro hombre. Resultaba conmovedor el seguimiento de todas las declaraciones, las fotografías y los vídeos que corrían por las redes sociales: los maestros no son que digamos objetos habituales de tales tratos sino que, de manera general, se les adjudica la responsabilidad de que el sistema no funcione, se les exige que asuman lo que no asumen las familias y se les culpa de tener demasiadas vacaciones. Semejantes argumentos cunden en las barras de los bares, las colas de los bancos y los pasillos de los supermercados con una facilidad y una capacidad de propagación que a uno, todavía, le resulta fascinante: a poco que te descuides, hay algún maestro que está pagando la frustración del más pintado. Y que conste que los malos maestros, por supuesto, existen, son indeseables y resultan a toda costa evitables; pero no en mayor proporción que en otro gremio cualquiera. Además, la memoria infantil suele ser menos rigurosa y tiende a olvidar con sencilla disposición cuanto merece ser olvidado, incluidos los maestros que le amargaron a uno la vida. La cuestión es que atendiendo al homenaje de este profesor en particular no pude más que considerar al mismo un hombre con suerte, en la medida en que hay otros muchos buenos maestros que se despiden de sus centros cada año (del oficio, sospecho, un buen maestro no llega a despedirse nunca, aunque no ejerza) con tributos mucho más humildes, un buen bolígrafo, una placa bonita, una cena con los compañeros y si te he visto no me acuerdo. Imagino que dependerá de la conciencia de cada cual el nivel de satisfacción del momento. Pero, a lo que iba: existe un malestar manifiesto en boca de muchos por lo mal que trata la sociedad española a sus maestros, por lo desapercibidos que pasan y la escasa relevancia que su actividad adquiere en la esfera pública. En otros países, parece, los maestros son los profesionales mejor pagados y gozan de una calidad de vida acorde con la responsabilidad que sustentan, al parecer altísima dada la fragilidad del material con el que trabajan. No faltan en estos territorios, localizados al Norte, monumentos elevados a los maestros como a los verdaderos héroes de nuestro tiempo. Y este poco apego a nuestros educadores, afirman quienes insisten en lamentarse, explica en gran medida el atraso cultural de España. Sin embargo, la pregunta es: ¿cómo salda cada uno su propia deuda con sus maestros?

Es curioso, pero hace poco recuperé a través del puñetero Facebook el contacto con un maestro que fue muy importante para mí y del que no sabía nada desde que salí de mi colegio, el Virgen del Rocío en Carranque (hoy convertido en un inmueble abandonado que después de ser escuela tuvo varios usos), con 13 añitos en octavo de EGB. Alfonso Asensio, al que llamaré don Alfonso, como entonces, fue mi maestro de Lengua y Literatura (también de Inglés) entre sexto y octavo. Nuestro contacto se ha desarrollado desde que di con él exclusivamente por Facebook: le debo una llamada, y hasta una visita. Hace unos días cumplió 77 años. Me cuenta que anda delicado de salud y que no sale mucho de casa, aunque lee mis artículos, dardo para el que ni Marcel Proust habría encontrado las palabras apropiadas. En el colegio tenía fama de exigente y era temido por algunos, pero yo siempre lo tuve por uno de los míos (y yo no era un estudiante especialmente brillante en la EGB: mi despegue llegó después). Pero fue don Alfonso el que me llevó a amar la lectura y la escritura, los quehaceres esenciales con los que me gano la vida. Por si fuera poco, me enseñó a tocar la guitarra, lo que termina por constituir cualquier personalidad con efectos determinantes. Total, no sé si don Alfonso tuvo el homenaje que se merecía cuando se jubiló. Pero háganselo llegar, maldita sea. O acaso hay algo más importante que hacer.

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios