El entrenador

El ágora de Pellegrini

  • Ya no está tan frustrado por no pasar por la Premier League. Se siente más realizado en Málaga que en el Madrid. No se toma una sola decisión deportiva sin su plácet

El Refugio es un complejo deportivo en Lo Barnechea, localidad de Santiago. Nació en 1997 para responder a un viejo sueño de Manuel Pellegrini. Se alió con Arturo Salah, su cromosoma chileno, y la dirigencia de Humberto Lima para echarlo a rodar. Pistas de varios deportes para niños, un lugar para su ocio, para alejarlos de las tentaciones de la calle. En la cabeza del Ingeniero había mucho más que eso. Quería también un lugar de reunión de entrenadores, un espacio para clínics, para enseñar y aprender en paralelo. Pretendía un ágora futbolística. Refugiado en Málaga, mientras el seguidor ahora solo mira a la orejona, en sus planes la grandeza del club va más allá.

Abdullah Ghubn encontró en él lo que buscaba en Jesualdo Ferreira, un técnico y un oráculo. Alguien en quien descargar la responsabilidad deportiva con la certeza del buen trabajo y una exigencia a largo plazo. Manuel Luis Pellegrini Ripamonti (Santiago de Chile, 1953) encaja a la perfección en la figura inglesa de manager. Siempre confesó su frustración por no haber podido desarrollarse en la Premier League. En uno de los últimos proyectos de su carrera, su curiosidad ha menguado. Aquí anda experimentando el estadio ideal de todo entrenador, macerar un proyecto. No exagera al confesar que se siente más realizado que en el Madrid.

Prueba de fe

No le asusta la tarea de construir un Málaga noble de Europa. Ganó trofeos de solera en tres países (Argentina, Chile y Ecuador) y puso en órbita al Villarreal. Encaja la misión con naturalidad y academicismo más allá de su genética paciente. Quiso ser doctor. No le dio para ello y apostó por otra carrera de desarrollo. Se licenció en Ingeniería Civil por la Pontificia Universidad Católica. No se quedó en un apodo futbolístico, algunos privilegiados conservan planos con diseños de edificios que trazó simultáneamente al fútbol. Su construcción actual puede ser la más osada de su carrera. No se toma una sola decisión deportiva de club sin su plácet; ocurre al revés en el campo, eleva las decisiones de sus ayudantes a la máxima consideración. Y apuesta por un libreto valiente que le hace liviano ante el yugo de las urgencias resultadistas. El buen fútbol es la puerta más grande hacia la victoria. Esta liga le ha dado ese escaño junto a Guardiola, Bielsa o Mel.

Tardó demasiadas jornadas, pero acabó imponiendo su doctrina. Básicamente, concentrar el talento por el centro, activarlo con un buen juego de posiciones para distraer al contrario y convertir a los laterales en mejores atacantes que defensores. Cuando no funcionó bien, el equipo fue un embudo y tronaron las críticas. Donde el aficionado veía una idea encasquillada y sin evolución, él mantenía el pulso con el refuerzo de experiencias previas. El desconcierto fue supino con declaraciones en tardes aciagas hablando de satisfacción con lo visto. Siempre veía la luz al final del túnel. En los tramos de mayor azote con las lesiones, de las que no se quejó, no vaciló en acceder a ajustes: aprovechar la habilidad de Joaquín y Eliseu como extremos, salir de sus cambios prefabricados, apostar por suplentes en demarcaciones naturales antes que reubicar a pesos pesados.

No es que sea un visionario, sino que posee gran capacidad de análisis y previsión, siempre va por delante de los acontecimientos. Como cuando tomó la decisión de retirarse de los ruedos, en una final de Copa, Universidad de Chile-Sandino. Su portero despejó un tiro, él fue a cabecear para alejar el rebote y un desgarvado de 17 años le superó como un avión para marcar el gol decisivo. Se llamaba Iván Zamorano. “Ese día vi que no podía seguir”, reveló con los años. Él actuaba como central, hoy su apuesta es netamente ofensiva. Tiene su lógica: jugando atrás se dio cuenta de que los que desequilibran los partidos son los que atacan y que cansa menos tener el balón que correr tras él. De ahí que hoy en día insista en trabajar la táctica de centro del campo hacia atrás y dar rienda suelta a la creatividad arriba. A ello añade una ambición que suena a lema: “No ir a por el segundo gol tras el primero es una falta de respeto”.

Pendencias varias

Apenas dos años después de retirarse, cambió la camiseta por en banquillo. En la U, el equipo de su vida, el único como profesional. Allí jugó 13 años, 451 partidos. Su primera experiencia fue una pesadilla, la gran espina de su carrera. Descendió al equipo por primera y única vez en su historia (1988). Todo lo platónico se rompió. No le funcionó el método, heredado de su mentor, Fernando Riera, el que encendió su vocación y quebró sus intenciones de fundar una constructora. El DT de referencia aprendió casi todo dirigiendo al Benfica de Eusebio y tanto Pellegrini como su querido Arturo Salah incorporaron lo mejor de él: prohibido dar patadas, posesiones largas, toque en corto, los partidos no se plantean pensando en el rival. “Hay que marcarlo, nunca patearlo”, era una charla que les solía dar Riera en alusión a la preparación de un partido que les enfrentaba a Pelé.

Pellegrini siente grima por los focos, bajo los que no duda en contar medias verdades o disfrazar una mentira si así protege a los suyos. Su rechazo a lo público impide profundizar en un perfil casi renacentista, instruido en varios idiomas, carreras, culturas y artes. Domina el inglés, se defiende en italiano por su fugaz ópera prima en el Audax, en edad cadete. Lee narrativa diversa y le emociona una buena exposición. Aunque en los últimos tiempos es el golf lo que le roba más tiempo. Con tres hijos ya criados, invierte su tiempo libre en mejorar el hándicap. Marbella, su retiro, le ha dado la opción de no hacer grandes desplazamientos para practicarlo, como lo que ocurría en Madrid.

Habla de usted al jugador y no tolera la indisciplina. Prefiere ser monje a fraile, entiende que el entrenador no es amigo del jugador, sino su jefe. Así lo sufrió de joven. El grupo se ordena desde sus personalidades fuertes. Confía tanto en los pesos pesados que eso le aparta inconscientemente del más joven, aunque pondera al canterano dispuesto a aprender. Habla por los jugadores “ante la institución”, los defiende como a sus familiares, puede que por ser el quinto de ocho hermanos. Llegó a abandonar el banquillo de O’Higgins porque no pagaban a sus jugadores. En los peores momentos de este año respecto a los impagos, intercedió ante Fernando Hierro.

Es más de teléfono que de despacho y lleva una vida netamente hogareña. Procura al menos una vez al año enganchar una semana de reposo para visitar Chile. Apenas se ha inmiscuido en el folclore de la ciudad; recientemente conoció de primera mano la devoción de la ciudad hacia El Cautivo. Lleva cerca de una década en España y, aun así, su modo de hablar sigue muy conectado a Sudamérica. Fruto de ello deja expresiones peculiares como cobros referiles (decisiones arbitrales), puntaje, faul o tabla de posiciones, muy divertidas al oído. Él en sí no es dado a bromas ni a sonreír en público. Sus bajas pulsaciones se revolucionan en el banquillo, en el que prescinde de charlas y contacto físico con sus ocupantes pese a las oscilaciones del partido. Para conocer su yo más arrebatado hay que seguirle en los minutos finales. Así es el técnico que se ha sacado la espina del alcorconazo antecediendo los planes de grandeza futuros del Málaga.  

Cousillas: su sombra, su chamán

La sombra de Pellegrini es Rubén Osvaldo Cousillas Fuse (Buenos Aires, 1957). Son uña y carne, podrían pasar hasta por familiares. Pero se encontraron por casualidad en San Lorenzo, el club donde él fue arquero, el Flaco. Fernando Miele, presidente de los cuervos que llevó al éxito a la entidad y luego murió de él, ofició la buena ventura. Y siente que ese día le tocó la lotería; Cousillas considera que trabajar junto a él es como estar en Harvard, no le importaría ser su segundo hasta el retiro. Profesa una fidelidad perruna al que apuesta por él. Cuando acababa los entrenamientos con el Ingeniero en San Lorenzo, ya de noche, recorría 135 kilómetros hasta Roque Pérez para hacer un favor en el modesto Sarmiento a Federico Rocha, que le había abierto la puerta del club de su vida. Allí fue entrenador, presidente y mecenas. Ponía dinero para dar ropa y comida a esos jugadores. Hoy también ejerce de chamán de Pellegrini. La mayor parte de los partidos los vive sentado, rosario en mano, invocando ayudas divinas. Y si el rival es el que ataca, el banquillo ya sabe lo que toca. “Quiricocho, quiricocho, quiricocho”. Es una leyenda heredada del supersticioso fútbol argentino a la que se le atribuyen propiedades vuduistas. No llega a las manías de Bilardo, pero siempre está en su boca. Cousillas disfruta ejercitando a los delanteros, insiste en perfeccionar su mecánica de tiro. Rondón es un reto para él y Baptista, una delicia. Invierte muchas horas centrando a los jugadores en entrenamientos. “Yo hice dos veces Bota de Oro a Forlán”, bromea. Sí, aunque no lo parezca, bromea. Hay que penetrar en varias capas de su intimidad para descubrir al Cousillas más risueño. Su envoltorio es de hombre nervudo e introvertido. “De enterrador”, reconocen algunos de sus actuales pupilos. Ya no tiene nada que ver con aquel loco arquero de San Lorenzo, aquel del que dicen fue espejo de Chilavert y uno de los pocos que sabía interpretar los regates de Maradona cuando entraba en el área.

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