Cultura

Balada del solitario

  • Alianza edita 'Los Cantos de Maldoror' de Lautréamont

Poco se sabe de Isidore Ducasse, el ilusorio y fantástico Conde de Lautrèamont que firma estas páginas. Se sabe que llegó a París desde Uruguay; se sabe, igualmente, que murió joven, quizá loco, tras editar el primero de Los Cantos de Maldoror que hoy presentamos. Esto ocurría en noviembre de 1868. Es decir, cuando en España acababa de caer la monarquía borbónica, tras La Gloriosa de septiembre, y el país se encaminaba a la guerra Carlista, a la I República, al breve reinado del Saboya. No obstante, Los Cantos de Maldoror remiten a otra esfera: aquélla en la que el hombre, definitivamente solo, devuelve su amargura, su feroz proclama, su profunda insidia, a un mundo hostil e innumerable. El libro de Lautréamont/Duccase, como quería Chesterton para los suyos, es un "libro de fuego". Pero es un fuego abisal, una llama colérica y nocturna, en el que arde no sólo el maldito, el solitario, Maldoror, sino las certidumbres y bondades de su siglo.

Sin embargo, estos poemas en prosa de Ducasse no nacen sobre el vacío. Sí su delirio, personalísimo, umbrío, extravagante. Veinte años antes, el Gaspard de la Nuit de Aloysius Bertrand, otro joven febril y moribundo, ha dado al mundo una poesía sin rima, sin estrofas, sin el extraño decalaje de los versos. Se trata sólo del ritmo, de la visión fantástica, de la imagen poderosa, creando estampas duraderas y fértiles. Baudelaire, poco más tarde, hará lo mismo en sus Pequeños poemas en prosa. Y Rimbaud, en sus Iluminaciones, dará continuación al gesto iracundo del uruguayo. No es extraño, pues, que los surrealistas lo reclamen como padre absoluto de su desvarío seis décadas más tarde. Sin embargo, lo que trae Maldoror, lo que canta en este formidable poema, es una estética del Mal, un paraíso ardiente, una vuelta brutal a los orígenes, donde el hombre y la bestia se confunden. En su gran negación, Los Cantos son la expresión de un violento infortunio, el himno de una libertad a dentelladas. Para Aleixandre, fue "un tiburón en forma de cariño". Breton, que sirvió como médico en la guerra del 14, sabe que en Lautréamont estaba ya, no sólo la pulsión larvada, el genio irracional, el relámpago de lo inconsciente; también vivían ahí una crudeza venidera, el hombre desatado y funesto.

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