Cultura

El Greco y Rusiñol, con el corazón en la mano

  • En el Año Greco, el aperitivo del Museo Carmen Thyssen permite indagar en la influencia del artista en la contemporaneidad De ahí a la superación de lo marginal del 'punk' en La Térmica

DECÍA Kurt Vonnegut, en sus estimulantes discursos dirigidos a los recién graduados universitarios, que la educación reglada podía traer algo bueno (¡sí!): ese maestro que haría de nosotros individuos más interesantes y cargados de posibilidades. Un maestro con malas noticias ("Los artistas no pueden enderezar todo el universo"), pero también con buenas nuevas ("Escogen una pequeña parte de ese mundo y lo convierten en lo que debería ser"). Nada más lejos de lo que propone el Bernhard de Maestros Antiguos: el arte como escapatoria de todo lo aborrecible. Una vez más, si me dan a elegir, prefiero al americano, mordaz y compasivo, entusiasta y demoledor. Si se trata de defender el magisterio en el arte que avanza con los siglos (derrocando miopías y tendencias efímeras), El Greco se alza como un creador que ha ido estilizándose, tanto como las figuras de sus obras, hasta alcanzar su reparación decimonónica, y su sensacional proyección del siglo XX en adelante. Apenas tres días después de la clausura de El Greco y la Pintura Moderna, vértice madrileño de las actividades programadas con motivo del Año Greco 2014, el Museo Carmen Thyssen de Málaga se ha apuntado en los honores al pintor cretense. Y lo ha hecho con una exposición minúscula, engrandecida por apenas un greco: Las lágrimas de san Pedro (c. 1595-1614) fue una adquisición de Santiago Rusiñol, modernista clave en la recuperación nacional del maestro que a su vez coprotagonizará la próxima muestra del Thyssen, Casas-Rusiñol. Una copia dibujada por Zuloaga, gran proselitista de la causa greca en España, así como El caballero de la mano en el pecho revisitado por el propio Rusiñol, secundan este pequeño capítulo en la conmemoración del cuarto centenario de la muerte del Griego de Toledo.

Amén de Las lágrimas de san Pedro, de gesto anhelante, colorido irreal y mirada acuosa como la del fascinante Caballero anciano (1587-1600), el Thyssen homenajea asimismo al modernista catalán con una obra extraída de la monumental exposición del Prado. Santiago Rusiñol caracterizado como el Caballero de la mano en el pecho (1897), de Ramón Pichot, da una idea del poder de seducción que Doménikos Theotokópoulos ejerció en los artistas de finales del XIX. De ahí que la cita en el Museo del Prado se haya convertido este año en un desfile paralizante de maestros modernos firmemente influidos por la singularidad del maestro antiguo, estableciendo un puente aéreo estético entre el Viejo y el Nuevo Mundo, tan deficitario de historia. Inspirando al Édouard Manet escandaloso del Cristo muerto con ángeles (1864), que se atrevía a humanizar a los espíritus celestes, abriendo la veda de la transgresión, según Anthony Julius. Señalando en el mapa la ciudad de Toledo, lugar de peregrinaje artístico para el propio Zuloaga, Diego Rivera o David Bomberg. En el caso de este último, el terror ahogado de la posguerra en Escucha, ¡Oh Israel! (1955), toma prestado el Cristo abrazado a la cruz (h. 1600-1605) del griego. Judío como Bomberg, Marc Chagall se fijó en el expresionismo del cretense, estirado hasta la extenuación en piezas como La Resurrección de Cristo (h. 1600), que cuenta con las versiones contemporáneas de Jackson Pollock y Francis Bacon: haciendo un vaciado de color, o extrayendo un personaje para retorcerlo en su mismidad, respectivamente. La representación desborda los límites de lo sacro, y el San Bernardino de Siena del siglo XVII es transformado por Zuloaga en moderno anacoreta, eso sí, de una austeridad premoderna que le conecta con el santo; en este sentido, el maestro griego y el discípulo vasco se tocan. Se saludan. Confluyen. Es entonces cuando el diálogo intersecular se produce. Cuando puede concluirse que, definitivamente, El Greco hizo que nuestra contemporaneidad fuese mucho más interesante. Sus contaminaciones afectaron a los nacientes ismos y pusieron de relieve la singularidad del artista (aún antes de que se concibiera la individualidad del artista).

El caballero cristiano, mosquetero para Picasso, presta gravedad y altura moral al Paul Alexandre inmortalizado por Modigliani, amante de la verticalidad que aquí se presta al apasionante legado del griego. Como Rusiñol y la fauna modernista: con la mano en el corazón, con el corazón en la mano.

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios