Cultura

Murillo descifrado

  • En su retorno a la novela histórica, Eva Díaz Pérez despoja al artista de clichés y se acerca con audacia a sus pasiones y al misterio de sus obras

Murillo descifrado

Murillo descifrado

Como marca de la casa, Eva Díaz Pérez (Sevilla, 1971) arma frases con las palabras tan ajustadas que en ocasiones parece imposible decir lo mismo con una letra de más. Acaso por aquello del periodismo, escribe en corto. Certero. Como quien le entra a la existencia con un machete por delante. Se suele disfrutar de lo suyo de un modo extraño, casi irracional. Ella, que maneja una literatura de largo carril cultural, acumula a la vez altas dosis de talento, una fe inquebrantable en las letras y la tenacidad de quien considera que no existe un don más alto que el de contar el mundo por escrito.

Ahora es el turno de Bartolomé Esteban Murillo (1617-1682), ese faro de costa de la pintura española tan necesitado de nuevas miradas en el cuarto centenario de su nacimiento. En la novela El color de los ángeles despoja al artista de clichés y de tópicos acumulados y descifra su carne humana. La de padre, arrasado por el dolor de los tres hijos fallecidos repentinamente por la peste. O la de artista, vanidoso, que anhela ir más allá de la muerte: "Murillo sintió un abismo bajo sus pies al comprender que sus cuadros no le sobrevivirían. Gustarían y emocionarían un tiempo, le seguirían pagando bien, sería respetado y copiado, pero no obtendría la inmortalidad de los genios".

La caída del pintor desde el andamio en el que ejecuta el lienzo de Los desposorios de Santa Catalina para el convento de Capuchinos de Cádiz en enero de 1862 activa un relato que recorre, a modo de recuerdos, los episodios más destacados de la vida del genio. Algunos, sobradamente divulgados por los expertos, son recreados con enorme acierto. El lector asiste, por ejemplo, a la ambición del adolescente por buscar fortuna en el Nuevo Mundo, al cortejo de Beatriz de Cabrera, su futura esposa, y al encuentro con Velázquez en Madrid en 1658. Hay otros hechos probables pero no confirmados, donde la autora inventa, sugiere, adivina. Son, quizás, los mejores pasajes del libro.

Porque Eva Díaz Pérez completa la biografía "en sombra" de Murillo desde las historias que susurran sus lienzos. ¿Por qué no iba a ser su hijo amado José Felipe uno de los ángeles que rodean a la Inmaculada de la iglesia de Santa María la Blanca? ¿Y el mendigo de El piojoso un niño al cuidado del párroco de San Bartolomé que, gracias a sus dotes para el dibujo, acabó en el taller del pintor? ¿No pudo buscar inspiración para representar a los sedientos del cuadro de la peña de Horeb de La Caridad en la gente que iba a por agua a la fuente de la calle Ancha de la Feria? Y tan meticuloso con la ubicación y las proporciones de sus trabajos como sabemos que era, ¿por qué no hubo de pasar una noche en el interior del templo de San Jorge para observar dónde iban a dar los primeros rayos del sol de la mañana?

En los extremos de la ficción, la autora también da cuenta de cuadros inexistentes, como un posible tercer autorretrato, o describe, en una deliciosa pirueta, lienzos actualmente perdidos, como las alegorías del otoño y del invierno de la serie de las estaciones que pintó para el comerciante Nicolás Omazur. Así, imagina que el último de los citados representa "a una pobre vieja, pero con un gesto amable, como si Murillo no hubiera querido mostrar la metáfora que existía detrás de cada una de las estaciones y que tradicionalmente destinaba al invierno la cercanía de la muerte, la tristeza y el final de todas las cosas". Por su parte, el otoño está simbolizado "en un hombre maduro que bebía de una hermosa copa de cristal y que tenía la cabeza rodeada por uvas y hojas de vid". ¿Por qué no podrían ser así estos murillos desaparecidos?

También El color de los ángeles funciona a modo de making-of de los cuadros del pintor. La novela recorre cada pincelada, cada tonalidad, cada gesto de los personajes de sus obras más sobresalientes. Y, concluye, muy acertadamente, que la gran conquista estética de Murillo fue adelantarse un siglo para traer consuelo a su tiempo. Nada que ver con la bobería que vino después. Los santos, las vírgenes y los mártires tienen un componente humano, casi terrenal. Las mujeres, los niños pícaros, sonríen como el que encuentra la felicidad en el aire. En una época terrible, otorgó dignidad a los derrotados, hizo a los dioses humanos. "Parecía que una extraña ánima reposara en las imágenes volviendo rosadas las encarnaduras, como si por dentro corrieran las sangres", describe la autora.

La novela también se asoma a Murillo como uno de los motores de explosión de la Sevilla del siglo XVII, cuando ésta era todavía la capital de la ostentación, pese a los ya evidentes signos de decadencia. Con una prosa dirigida a lo sentidos, la autora logra recrear los olores de los mercados, el sonido de las riadas del Guadalquivir y la algarabía del puerto cuando arribaban los barcos de Amberes. Es el gran teatro del Barroco representado en una ciudad y en un tiempo real a través de una oscura trama -también con base real: uno de los esclavos del pintor dio con sus huesos en la cárcel- que involucra a acaudalados mercaderes y aristócratas caprichosos. "¿No os dais cuenta de que yo sólo quería besar los labios de vuestros divinos ángeles?", interpela el duque de la Florida, uno de los protagonistas, al pintor.

De este modo, como ya ocurrió en Memoria de cenizas (2005), su debut literario, la nueva novela tiene algo de mapa de Sevilla, un lugar del que todavía se puede salir universal si supiéramos mirarlo. Ahora nos ofrece un libro-museo que parece escrito para dejar claro que estamos ante una autora distinta, dotada de una voz personal. Aquí, por ejemplo, Eva Díaz Pérez se ha propuesto hacer literatura de la novela histórica. Porque, en el fondo, El color de los ángeles trata de eso. De inquietar. De conocernos por dentro. De promover preguntas que no gustan. Y de dejarnos clavados mirando al pasado.

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