Crítica de Teatro

Neodarwinismo y escena 'verité' para un animal muerto

Danzad malditosHHHHH

Teatro Cervantes. Fecha: 3 de diciembre. Dirección: Alberto Velasco. Texto: Félix Estaire, a partir de '¿Acaso no matan a los caballos?' de Horace McCoy y la película de Sidney Pollack. Reparto: Guillermo Barrientos, Carmen del Conte, Karmen Garay, Jose Luis Ferrer, Rubén Frías, David Sánchez Calvo, Nuria López, Sara Párbole, Txabi Pérez, Rulo Pardo, Sam Slade, Ana Telenti, Verónica Ronda, Alberto Frías e Ignacio Mateos. Aforo: Unas 600 personas.

Hace justo ahora diez años, el Teatro Cervantes acogió la representación, dentro de un Festival de Teatro de Málaga que presumía aún de cuota internacional, del espectáculo La ópera de la cabra, producción de la compañía polaca Nowy Theatre dirigida por Janusz Wisniewski y basada en la novela de Horace McCoy ¿Acaso no disparan a los caballos?, emblema, con permiso de Nelson Algren, del existencialismo made in USA. En aquella lectura previa a la crisis económica de la obra que inspiró Danzad, danzad malditos, curiosamente, quien orquestaba el atroz concurso de baile y resistencia, cuyos participantes iban cayendo muertos sin remedio, era, en una inteligente licencia, Satanás en persona. En este Danzad malditos, con el que Alberto Velasco devuelve el órdago al teatro español en el momento más oportuno, no hay demonios; el proceso de selección sigue un criterio que se tilda a sí mismo de (neo)darwinista, de competición consecuente con la selección natural, un criterio que responde fielmente al paisaje que la crisis interminable ha dejado tras de sí: una escabechina de consolación (neo)liberal y vocación de extremo centro propicia a la deshumanización más ferviente. Así que no resulta descabellado recibir la propuesta de Velasco como respuesta que el paso del tiempo y sus accidentes han propiciado a la de Wisniewski, si bien el montaje visto ayer en el Cervantes, con su final de salida de los infiernos como guiado por la Beatriz dantesca bajo el templo musical de la Lacrimosa, tampoco está exento de alcances trascendentes.

En un pulso con la escena verité, el elenco se somete a crueles pruebas reales en las que el baile es lo de menos y en las que el azar se reserva alguna sentencia. El resultado de cada función es por tanto aleatorio (bueno, con su poquito de impostura) y el desgaste del personal, que acaba exhausto y de barro hasta las cejas, es considerable. Es muy de agradecer este trasvase de la abstracción interpretativa al teatro como acontecimiento, un tanto en plan Berliner Ensemble (la mención a Pina Bausch es fabulosa); pero el montaje adolece de una identificación con los personajes que se queda en lo físico (llamémosle solidaridad, como ante una prueba deportiva muy dura) y no alcanza lo emocional. Aunque se rompa la cuarta pared, ante la pregunta "¿Acaso no matan a los caballos?", igual conviene hacerle menos caso aún a Brecht. Mi reino por una lágrima.

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