Cultura

Los enemigos del destino

  • Después de 'Mátalos suavemente', conviene volver al escritor George V. Higgins a través de 'El confidente', que protagonizó en 1973 Robert Mitchum

Hace relativamente poco que el escritor George V. Higgins ha empezado a sonar en España. Hasta el estreno de Mátalos suavemente (Andrew Dominik, 2012), que adaptaba su espectacular novela Cogan's Trade, sus obras no se habían publicado en nuestro país. Junto con este trabajo recientemente adaptado por Dominik, se editó otra de sus novelas más conocidas, Los amigos de Eddie Coyle.

Dentro de la novela negra, George V. Higgins innova en el sentido de que es capaz de replicar el universo criminal como si formara parte de su propio de ADN, a través de una impresionante variedad de situaciones, personajes y diálogos que evitan que el crimen se convierta en algo inmutable. Sus protagonistas se dedican a vagar por el mundo con el rictus de la indiferencia en el rostro, y esperan a la muerte como si se tratara de la de algún conocido. Poco o nada se importan a sí mismos. Pero la mayoría han desarrollado una curiosa inteligencia, que les permite obrar con una naturalidad desbordante y una metodología que raya lo obsesivo. Así era Jackie Cogan en Mátalos suavemente, y así intentaba ser Eddie Coyle.

Peter Yates, popularizado hasta nuestros tiempos por algunas de las mejores persecuciones jamás grabadas con Bullit, pausaba su ritmo hace ya 40 años para adaptar Los amigos de Eddie Coyle (aquí titulada simplemente El confidente) como un relato relajante, fácil de ver y oír, pero que supone un ensayo muy particular del comportamiento criminal. Aquí lo más agradable es la enriquecedora dialéctica de esos ladrones y asesinos tan bocazas como los que décadas más tarde Tarantino tomaría y haría suyos. Todos filosofan con facilidad sobre cómo la vida les ha enseñado a guardarse las espaldas, para que al cabo de unos días, esa experiencia vital les valga para todo menos para seguir viviendo. Dicen controlar el mundo que les rodea y no cometer errores, y con ello suponen ser mucho más inteligentes que sus oponentes, pero al fin y al cabo, se despistan y olvidan la naturaleza de la vida que les ha tocado vivir. Cormac McCarthy escribía que esta gente suele morir de causas naturales, si por ello se entiende su modo de vida.

El título de por sí ya expone la ironía de la vida de su protagonista: Eddie Coyle no tiene ningún amigo. Y lo sabe. Desde que le surge la posibilidad de testificar contra la élite mafiosa de Boston, desconfía hasta de su sombra, pero sabe que no puede vivir en este mundo sin formar parte de él. Se resigna a que tarde o temprano sus actos encontrarán unas consecuencias desagradables, y por ello, decide aprovechar y entablar toda clase de relaciones comerciales relacionadas con el tráfico ilegal de armas.

Robert Mitchum da vida a este desgraciado enemigo del destino, con una sobriedad magnética. Parece que lo que uno ve en pantalla es la muda imagen de un condenado a muerte, que ya sólo puede limitarse a contar cómo su vida le ha maltratado hasta llevarle a la situación en la que se encuentra. Su rostro demacrado por la amargura le delata, pero su resignación intimida a los que conversan con él, hasta tal punto que realmente piensan que las enseñanzas del pobre Eddie Coyle podrá facilitarles, en algún modo, su frágil existencia. Nada más lejos de la realidad; casi todos los que entablan algún tipo de relación con él o acaban encarcelados o cruzando el Aquerón.

Sin embargo, parece que el ego de todos los personajes es inexistente. Aunque no todos escuchen la peculiar filosofía de Coyle, poseen la suya propia, y saben que hacen lo que hacen para alimentar a algo que no es precisamente su ego. El que se crea más listo, irá a la cárcel de cabeza, y lo tienen por designio divino; como una advertencia. En este mundillo, el ego no encuentra sitio porque supone un adversario más. Coyle es el único que parece estar saciándolo con sus actividades, y poco o nada le importa, pese a que sea consciente de ello. Es el único que lucha por vivir un tiempo más indefinido que los demás. Los traficantes, ladrones que aparecen en la película saben que dentro del tiempo que les ha tocado vivir, o paran lo que hacen, o acabarán mal, pero Coyle podría seguir con sus chanchullos toda la vida, y no saber si realmente sigue vivo porque sus actos han sido lo suficiente precavidos, o porque alguien lo ha elegido así.

Peter Yates expone con esta película la realidad del gángster. En las calles no hay honor ni en la vida ni en la muerte, y la palabra de un hombre no vale nada. No existe obsesión alguna por el respeto ni por la dignidad. Higgins sabía, como abogado, que en ese universo en el que trabajaba no hay cabida para los valores.

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