arte

La seducción de lo propio

  • La Fundación Picasso-Museo Casa Natal alberga hasta el 7 de octubre una exposición que muestra el constante diálogo del artista malagueño con 'lo clásico'

En octubre se cumplirán veinte años de uno de los principales hitos en la progresiva recuperación de la figura de Picasso por las instituciones malagueñas y, en cierto modo, por la ciudadanía. Nos referimos a la exposición Picasso clásico, que se desarrolló en el Palacio Episcopal. Ante la cercanía de esta efeméride, la Junta de Andalucía presentó hace casi dos años un ambicioso proyecto, Picasso 20 Miradas. Málaga, 20 años bajo la mirada de Picasso, en el que se involucraba al tejido cultural y académico de la ciudad con la intención de profundizar en diferentes aspectos de la obra del artista y que cristalizase en forma de exposiciones, publicaciones y jornadas de estudio. De aquello, además de continuas variaciones en el programa y la dirección, de alguna puntual acción, así como de su uso cual latiguillo en cualquier actividad que organiza el Museo Picasso Málaga, poco más se sabe.

La cuestión es que un guiño a aquel reencuentro clásico con el genio -no sé si consciente o inconscientemente- lo ha efectuado la Fundación Picasso-Museo Casa Natal mediante una exposición modesta pero correcta y efectiva: Picasso: la seducción clásica. La muestra está compuesta por fondos de la fundación, que son articulados en distintas secciones, alguna tal vez innecesaria por ser poco ilustrativa o no demasiado pertinente, que tratan de evidenciar, de un modo global, cómo Picasso dialogó continuamente con lo clásico. Pudiera parecer una paradoja que el artista sobre el que recae la gran transformación del arte en las primeras décadas del XX, dejando a un lado a Duchamp, sea uno de los mayores y mejores intérpretes y vivificadores de la tradición clásica. Aquí radica su grandeza: hacer de lo clásico una fuente contemporánea -ésa es su vis eterna-.

Como se pueden imaginar, los fondos de la institución y la naturaleza de éstos (ante todo obra gráfica, libros ilustrados y cerámica), no son exhaustivos -eso, tratándose de Picasso es una cuestión difícil-, pero al menos sí consiguen reflejar cómo el pálpito de lo clásico siempre estuvo presente. Tan presente como que ha de considerarse un continuum. O si se prefiere, y empleando la teoría de los eones que Eugeni d'Ors alumbró en su libro Lo barroco, un eón, es decir, una constante, a veces manifiesta y otras latente. De hecho, Picasso concibió como algo identitario, algo en lo que reconocerse, la noción que sintetiza Mediterráneo y clasicismo. Esto es, contenía un sentido de pertenencia. Hasta tal extremo, que muchos de sus puntos álgidos de clasicismo se relacionan con estancias en zonas bañadas por el Mare Nostrum (la Costa Azul en los años veinte y a partir de 1946) o en territorios que basaban su identidad en lo clásico (en 1917 en Pompeya y Roma durante su visita con los ballets de Diaghilev o la idea de catalanidad en las primeras décadas del XX).

El encuentro con lo clásico se produce prácticamente desde la cuna gracias a la ciudad natal y a la figura del padre, profesor de Bellas Artes, que le ofreció el acceso al vocabulario clasicista a través de vaciados en yeso (no podemos olvidar su educación académica en Barcelona y Madrid como tampoco un Hércules dibujado, aún en Málaga, cuyo eco encontramos en la expuesta La guerra y la paz, de 1954).

Sin embargo, Picasso recuperó lo clásico no sólo desde lo visual, sino desde las propias fuentes literarias. Así, el genio pronto demostró un conocimiento exhaustivo de algunos textos fundamentales, como Las metamorfosis de Ovidio. Aquí se muestran varias estampas, que ilustran el mítico texto, realizadas en 1930 con una línea ingresca y grácil, así como una composición mesurada y armónica, un ejemplo más de lo apolíneo de la forma y lo dionisiaco que pervive bajo ella -esos son los eones, al fin y al cabo, que gobiernan nuestras vidas-. El uso de esas fuentes le servía a Picasso para ocultar o desvelar, según se mire, algunos episodios personales en lo que era una estrategia de mixtificación entre lo público y lo privado. No nos referimos exclusivamente a que se usara algún iconotipo como alter ego del artista, como pudo ser el Minotauro, sino a que entrecruzaba los relatos personales con los mitológicos, dotándolos de sentido y a veces haciéndolos intrincados. Esto es evidente en el uso de la figura de Medusa y todo lo relacionado con el triángulo amoroso entre él, Olga y Marie-Thérèse (llega a incluir en algunas obras guiños que demuestran un profundo conocimiento, caso del espejo como defensa ante la amenaza de Medusa).

En paralelo a aquel remanso ovidiano, Picasso juega precisamente con el concepto de metamorfosis. Sus personajes, como se puede atisbar en otra estampa de 1933, Modelo contemplando un grupo escultórico, pierden la mesura y el canon, son seres fluyentes, con una apariencia tan dinámica (los Acróbatas de estas fechas) como monstruosa (Medusa o bañistas). La visión de Picasso como mero artífice, tanto como la de artista que opera sólo y estrictamente en lo formal -¿para cuándo un análisis del carácter conceptualista de algunos episodios?-, salta por los aires en estos ejemplos.

Algunas piezas de la exposición nos ponen ante su diverso modo de recuperar y dialogar con la tradición. Atleta de frente (1960) evidencia cómo en algunos momentos, en especial en los primeros años veinte y en su estadía en Gósol (1906), el clasicismo se alió con cierto primitivismo íbero y el arcaísmo pre-clásico. A este respecto, echo en falta algún dibujo del Cahier nº 7 de Las señoritas de Avignon, propiedad de la institución, en el que se hallan modelos con los brazos alzados al modo de la Venus Anadyomene, figura que, justamente, aparece en una de las cerámicas expuestas y que es recurrente en el camino de Gósol a Las Señoritas de Avignon (viaje en el que se suma primitivismo, clasicismo, comunión con la Naturaleza y cita a maestros redescubiertos en París, como Ingres o Poussin). También apreciamos cómo Picasso dialogó con otros maestros que, como él, habían recuperado con anterioridad lo clásico. De este modo, se exponen versiones de Venus y el Amor de Cranach o de Las mujeres de Argel de Delacroix. Asimismo, un iconotipo como el de la Venus recostada, permanente en su trayectoria, denotaría la apropiación de modelos recreados desde el Renacimiento hasta la más cercana Olimpia de Manet, de la cual haría una versión pictórica en los años cincuenta.

Por último, en las estampas de El entierro del Conde de Orgaz (1969), como ocurre con otros trabajos gráficos últimos (Serie 347 o Suite 156), un Picasso octogenario vomita todo su universo. Y ahí, entre maestros, el circo o lo español, aparece lo clásico en forma de Minotauro y otros seres grecolatinos. El Picasso anciano muestra sus entrañas, sus eones. Y es que, tal vez, en el caso de Picasso, la seducción de lo clásico es la seducción de lo propio. O la afirmación de lo identitario.

'Picasso: la seducción clásica' Fundación Picasso. Plaza de la Merced 13, Málaga. Hasta el 7 de octubre

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