Semana Santa

La posibilidad de lo sagrado

  • Cada Viernes Santo abre en la ciudad huecos para un misterio que concluye en el perímetro exacto de las imágenes

  • Más allá se expande un cosmos donde no hay lugar para el luto

Hará ya cosa de un lustre tuve una conversación con un pintor malagueño seguidor de la Semana Santa sobre el escaso éxito de la Resurrección en el itinerario icónico y popular que protagonizan las cofradías. La Pasión y la Muerte de Cristo, así como el dolor de la Virgen, obtienen una atención masiva y una devoción multitudinaria, mientras que la Resurrección, el verdadero centro del cristianismo y del calendario litúrgico expresado en la fiesta pascual, ocupa un lugar residual. Exhibido el Señor muerto en el Sepulcro, se cierra la cuestión hasta el año que viene salvo que algún escrupuloso se acerque a ver al Resucitado el domingo. Mi interlocutor lo tenía muy claro: "Es una cuestión de fe. El dolor por la muerte de un hijo es algo que de alguna forma puedes compartir, algo de lo que compadecerte. Todos hemos conocido la muerte de buenas personas, de gente que ha hecho el bien, y eso siempre deja un vacío. Sabes de qué va la cosa. Pero que alguien resucite, que alguien salga de su tumba... Amigo, nadie está preparado para entender algo así". Hace unos meses entrevisté a otro artista, el estadounidense Mark Ryden, que inauguró una exposición en el CAC en diciembre y que el año pasado había descubierto con gran entusiasmo la Semana Santa de Málaga. Le hice alguna pregunta al respecto y respondió de manera parecida: "Desde luego es curioso que vaya poca gente a ver la procesión del Resucitado, como si al público no le interesara el final de la historia. Pero es normal: si te fijas, en la iconografía de las catedrales hay material abundante sobre la Muerte de Cristo pero muy poco sobre su Resurrección". Hasta el cineasta Mel Gibson, por ponernos estupendos, conquistó la taquilla narrando en 126 minutos el tormento y la Muerte de Cristo con extrema crueldad y resolviendo el espinoso asunto de la Resurrección en apenas unos segundos. Es evidente que para quien a la hora de creer no quiera complicarse en exceso la Resurrección es un negocio dudoso, por más que esta misma Resurrección, interpretada como derrota de la muerte, permitiera a San Pablo (a quien, dicho sea de paso, nunca le interesó demasiado el Jesús histórico) disponer un sistema teológico resuelto en una praxis revolucionaria que terminó poniendo en jaque a Roma a mano de una comunidad de pescadores y proscritos. Como siempre, hay una anomalía abultada en la escritura de una crónica del Viernes Santo que habrá de ser leída un Domingo de Resurrección, pero los contrastes son los mismos; o, más bien, se dan de manera reforzada, precisamente por lo que tiene el duelo de argumento absoluto, negador de las promesas de resurrección y del más allá. Incluso en lo que a Cristo corresponde.

Por más que detrás del trono de La Piedad circulara el Mocito Feliz junto a la banda de Zamarrilla, con su túnica de nazareno pero sin el capirote, y con una garrafa de agua en ristre, el tono del Viernes Santo es muy distinto al resto de jornadas que desfilan desde el Domingo de Ramos. Si casi todas las procesiones se resuelven sobre un magma de reacciones muy diversas, desde las más respetuosas hasta las más estrafalarias, y en ambientes más o menos festivos, lo que predomina desde la salida de Monte Calvario es un rigor marcado por la expresión del luto, con llamadas al silencio y al recogimiento al paso de las tallas. La llegada del Santo Sepulcro a la calle Larios volvió a ser el viernes un caudal de sensaciones muy potentes, con las gradas y tribunas repletas de personas que, en su mayor parte, guardaban un proverbial respeto ante la imagen del Cristo yacente tras su descenso de la Cruz. Semejante contención en una masa que atestaba con igual ímpetu las calles del centro invitaba a ir un poco más allá y hacerse algunas preguntas: a tenor de lo que llega a inspirar la Muerte de Cristo en tanta gente, ¿sería posible encontrar huecos para la expresión de lo sagrado en el mundo contemporáneo, donde todo tiende a ser efímero, vano, especulativo y anclado en la presunción? ¿Hay opción para los signos de la trascendencia en la vida urbana del presente, donde de hecho la dimensión espiritual aparece cada vez más apartada de los espacios públicos? La Semana Santa, como ocasión popular, dice que sí, o quiere decir que sí; pero lo que sucede más bien es la comunión de esta cuestión sagrada y su contrario. El viernes, a escasos metros del Sepulcro, ya fuera en la calle Larios o en la Plaza de la Merced, los bares y restaurantes de las calles aledañas se mantenían llenos de comensales que prolongaban la cena mucho más allá de la hora de las copas con intención de apurar el puente mientras el cuerpo aguantara. Cuando el Santo Traslado plantó el mismo rigor mortuorio en la Plaza de Uncibay, el entorno era la misma fiesta de todos los viernes, con el jaleo de siempre y las legítimas ganas de marcha de los jóvenes y no tan jóvenes. Cuando el Descendimiento volvía ya de madrugada a su recién estrenada casa hermandad por el Paseo del Parque, a un seto de distancia, en la plaza interior donde una vez anidaron Los Paragüitas, las parejas se daban el lote repartidas en los bancos sin demasiados reparos a la hora de meterse mano mientras María Santísima de las Angustias lloraba la ya confirmada expiración de su unigénito. De modo que no: si ya antes incluso del propio nacimiento de Cristo los esenios huían del mundanal ruido y escapaban al desierto para entregarse al rezo y el combate contra las tentaciones de la carne, en una disposición luego imitada por anacoretas, santones, ermitaños y otros locos de Cristo, el fragor diario de una ciudad como Málaga no ofrece tampoco muchas posibilidades al respecto. Por eso, daba la impresión de que esta definición de lo sagrado ocupaba el perímetro exacto de las tallas y las procesiones y que más allá todo justo su reverso, una despreocupada ausencia de agentes divinos en la que lo más honesto que se podía hacer era pasarlo lo mejor posible; al concluir el tambor sordo de Servitas, perdida la Dolorosa en las calles oscuras, el paisaje resultante era de una nostalgia resonante que, poco a poco, iba llenándose de los mismos intrusos, devoradores de pipas, shawarmas, pizzas y bolsas de patatas fritas, madres regañonas, hijos traviesos, padres tranquilos, conversaciones sobre las opciones del Málaga al día siguiente, desarraigados que vendían lo mismo peladillas que cerveza, amantes del reporterismo que echaban un vistazo a las fotografías cosechadas y otras adorables criaturas. Queda la síntesis, la coexistencia, el llanto ante un Dios muerto y el aleteo ante una muchacha a la que un gaznápiro pretende tirar los tejos. Todo debidamente separado, pero confundido sin remedio en el desvarío alocado de una ciudad repartida entre demasiados intereses. Por si fuera poco, el terral nocturno también ejercía de cómplice de los pasatiempos menos elevados.

La Virgen de los Dolores estrenó su manto y fue aclamada en San Juan por los suyos, mientras el Cristo del Amor ganó multitudes desde La Victoria(a la hora del encierro, la calle Fernando El Católico parecía una verbena). Fue la del Viernes Santo una jornada espléndida, en la que la Semana Santa reveló sus mayores alcances como fenómeno religioso y cultural. A su término, regresada Servitas a San Felipe Neri, se instauró el silencio que culmina hoy con el Resucitado. Antes, tras la salida de la Piedad en el Molinillo, una mujer gruesa, de cualquier edad entre los cuarenta y los sesenta, con el pelo enmarañado y sucio, la dentadura incompleta, chándal agujereado, el rostro enrojecido y las manos negras, se inclinó y cogió una colilla del suelo. Pidió fuego a un chaval con rastas y obtuvo el calor de un mechero durante unos instantes. Después anduvo unos pasos y se dejó caer en el escalón de acceso a una tienda que estaba cerrada. Comenzó a chupar la colilla como si le fuera la vida en ello. De pronto, un chucho que no levantaba un palmo del suelo llegó ladrando de ninguna parte y se encaramó a sus rodillas. La mujer rió de alegría. Como si alguien hubiese removido la piedra del sepulcro.

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