la tribuna

Permutas y permutas financieras

NO es insólito últimamente que durante el trayecto en taxi, en la cafetería o en la sobremesa doméstica se hable con conocimiento de causa y la más absoluta naturalidad de derivados, permutas financieras, seguros de impago de deuda soberana o swaps.

Las permutas financieras, en particular, se han venido utilizando en los últimos años por los usuarios bancarios con una doble finalidad: de un lado, mitigar la posible subida del referencial de operaciones de préstamo a tipo variable, y, de otro, como puro instrumento de inversión. El súbito y tremendo desplome del tipo de referencia oficial Euríbor a un año, desde máximos históricos, que principió a finales de 2008 para tocar fondo, sin solución de continuidad, meses más tarde, provocó el desastre para los primeros, que vieron cómo lo que dejaban de pagar a la entidad prestamista por razón del préstamo debían pagarlo para compensar la bajada del tipo de referencia, y para los segundos, que perdieron una parte sustancial de la inversión.

Pero lo que nos ha llamado la atención y nos ha impulsado a escribir esta columna no son las permutas financieras, como exponente de lo que puede ser la complejidad y, a veces, lo injusto de unas finanzas mal entendidas, tanto por los proveedores de servicios financieros como por sus usuarios, sino las permutas de toda la vida, que tienen en común con aquéllas escasamente la denominación. Proliferan en la actualidad los foros, físicos y virtuales, donde los que carecen de dinero se conciertan para intercambiar bienes por bienes, o, en una vuelta de tuerca, servicios por servicios.

Se consideró que la economía dineraria, ésa que arrancó con la acuñación de las primeras monedas en Lidia (actual Turquía) hace casi tres mil años, y la economía financiera, bastante más reciente y animada por los pagos con tarjeta o a través de internet, por ejemplo, iban a monopolizar los intercambios.

Ciertamente, tras una primitiva etapa de autoabastecimiento, impropia del natural carácter social humano, se pasó al intercambio de bienes por bienes, es decir, a la permuta, la cual pasó a ser residual ante el avance arrollador de las monedas y el papel moneda, que más allá de sus antecedentes chinos, vio la luz con la emisión en Amsterdam del primer billete de banco en 1656.

Quedó un rastro de la permuta en nuestro vigente Código Civil de 1889, como apéndice de la compraventa. En el ámbito urbanístico e inmobiliario sí tuvo esta figura mayor repercusión algunos años atrás, con las célebres y lucrativas permutas de suelo por viviendas o locales construidos.

Pero lo que parecía sumamente improbable, en contra de lo que está ocurriendo, es que los particulares tuvieran que acudir a esta anticuada e ineficiente forma de intercambio para satisfacer sus necesidades más perentorias. Decimos anticuada porque existen otros modernos medios de pago dinerarios y financieros más sofisticados, e ineficiente porque es preciso que dos sujetos ofrezcan y demanden a un tiempo las mismas cosas, a lo que hay que añadir la necesidad de un interés recíproco en la transacción (al margen de que el valor objetivo, o atribuido, de las cosas permutadas podría no ser idéntico).

Es de Perogrullo, pero para poder hacer uso de los medios de pago dinerarios o financieros hay que poseer monedas o billetes (preferentemente, estos últimos) o contar con saldo suficiente en la cuenta bancaria, ya sea por trabajo o profesión, ya por fortuna (premios, herencias, etcétera).

¿Qué pone de manifiesto, por tanto, el regreso del intercambio de bienes por bienes y de servicios por servicios? Probablemente nada que ver con la solidaridad entre las personas, ni tampoco de reacción indignada a algo tan característico del poder coactivo estatal como es el dinero, ni de intento de provocación de un daño a la banca, por ser el dinero la materia prima de su negocio.

Lo que denota el auge de la permuta es una nueva brecha de exclusión social, y un regreso, en el fondo y en las formas, a etapas del desarrollo económico pretéritas que se creían absolutamente superadas.

En cambio, contradictoriamente, los sistemas financieros siguen interconectados, e ingentes cantidades de dinero (dinero bancario) se movilizan electrónicamente de un lugar a otro del mundo, no siendo otra la forma en que la liquidez procedente de los nuevos ricos, los Estados emergentes, llegan a nuestras cada vez más depauperadas y desigualitarias sociedades.

Es una paradoja, pero los acreedores de Grecia han preferido recibir únicamente la mitad del dinero que se les debía antes que obtener otras contrapartidas ilíquidas pero más valiosas, o sea, que recurriendo al refranero hacen bueno eso de "dame dinero y llámame ingenuo".

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