El espontáneo

Juan Cachón

Los abalorios

T ODO surgió sobre aquel añoso velador cubierto por un mantel blanco de ornatos chinescos. Iba depositando las cuentecillas agujereadas de ónice, las ponía en orden geológico, analógico y cronológico y de esta forma me contaba las cuitas que cada una encerraba. Sus manos se movían con la pericia de un prestidigitador de cartas. Las iba cambiando de sitio, siempre alrededor del cenicero que ocupaba la parte central del velador, en el campo blanco del mantel blanco. Me contó que eran un regalo de una encantador de serpientes, aguerrida y coja, en un viaje por el Nilo junto a la esfinge de Gizeh. Hicieron el amor a la sombra de una pirámide escalena y le hubiera gustado, quizás por nostalgia del orgasmo egipcio cada vez más deshilachado en su memoria, tener un hijo de nombre Micerino.

Me recordó sus encuentros con Borges en un viejo café de París mientras acariciaba los abalorios de corindón, habló de sus obsesiones por los espejos y los laberintos. De la época folletinesca que nos ha tocado vivir.

Le fascinaban los silencios elocuentes, cada vez mas escasos. "Yo no vivo, yo me dejo vivir", me dejó escrito en un pequeño billete sujeto con una chincheta oxidada sobre un gran tilo de los Campos Elíseos. Firmaba Borges. Me llevó a su gabinete, un icosaedro escorzado de triángulos pitagóricos con paredes blancas, de molduras blancas, sofás y visillos blancos, que tamizaban la luz dando el aspecto de irisadas porcelanas de Sevres.

Me decía que la vida era un gran responsorio disfrazado de vaudeville, o viceversa. Actualmente vive en Viena, por la dispepsia. Allí el sonámbulo Schubert escuchó los abismos sombríos del futuro y Freud, morfinómano, barruntó sus teorías oníricas.

De pronto se excusó, poniendo como pretexto que había olvidado el paraguas en un zaquizamí y tenía pavor a las peroratas de la portera.

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