Contra todo pronóstico, la Palma de Oro de 1983 viajó a Japón. Scorsese presentaba El rey de la comedia y los Monty Python probaban suerte con El sentido de la vida. Erice acudía al certamen con El Sur bajo el brazo y un Matthew Broderick casi adolescente se colaba en las computadoras del Pentágono y la liaba pardísima en Juegos de guerra. Entre tanta aristocracia, pocos esperaban que una cinta sin excesivas pretensiones como La balada de Narayama convenciese al jurado. El guion se las traía. Al pie de la montaña sagrada de turno, una aldea intenta sobrevivir al invierno. Lo que no se lleva el frío se lo llevan las hambrunas. Los recursos escasean y los vecinos tienen que hacer malabares para administrarlos cabalmente. Como la penuria se vuelve estructural, los ancianos del pueblo se saben una carga para las familias. Estoicos ellos, en el momento en que experimentan los primeros síntomas de decrepitud se retiran voluntariamente al monte y se echan a morir. Los más concienciados -como ocurre con la madre del protagonista- llegan incluso a volarse la dentadura para acelerar la decadencia y precipitar el fin.

Desde este rincón del Mediterráneo, donde todo se apura hasta las heces, cuesta defender la conveniencia de quitarse de en medio antes de convertirse en estorbo. Lo nuestro es salir tarde y mal de los sitios. Apelando a la furia y a lo heroico, estiramos las guerras hasta que el enemigo se cansa de darnos estopa y empieza a enternecerse ante nuestra pasión por el desastre. Apelando a la hipoteca, nos negamos a dar por finiquitados los amores hasta que no vuelan los últimos platos y los últimos reproches. El español se aferra al sillón en los consejos directivos y al respirador artificial en los hospitales. Exprime la visita e ignora los bostezos de los anfitriones. Lo de la fugacidad de la vida y el marcharse a tiempo sin hacer demasiado ruido es cosa de orientales. Y de Iniesta.

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