RECUERDAN esa canción de Torrebruno en la que el cantante decía "voy al zoo", "voy al parque" y no recuerdo a dónde más, luego se escuchaba la voz de un niño que decía "voy contigo" y contestaba Torrebruno "no, tú no"? Algo parecido le ocurrió recientemente a un vecino de Comares en la iglesia del pueblo. El hombre fue a comulgar y el párroco se negó en redondo, alegando que el susodicho no asiste a misa todos los domingos y que en cinco años no había ido a confesar ni una vez. El vecino, católico y creyente, salió ofendido del envite y presentó sus quejas al señor obispo: en concreto, lo que peor encajó fue que el presbítero le aplicara la amonestación, aunque en voz baja, en la misma iglesia y en el momento de la comunión frente a todos los feligreses, lo que pudo dar pie a todo tipo de especulaciones. Y ahora el ofendido pide una disculpa pública. A más de uno le aguarda una Cuaresma difícil.

El episodio, aunque anecdótico, resulta revelador. Cada vez que la Iglesia dice "no, tú no" y decide quién puede formar parte de su nómina y quién no, se arma la marimorena. Véanse las recientes advertencias sobre excomunión lanzadas desde la Conferencia Episcopal a los políticos que apoyaran la reforma de la ley del aborto. La Iglesia, como cualquier organización, puede exigir los requisitos que quiera a sus admitidos, potenciales o de facto. Y eso no se le puede criticar. El problema es ampliar la exclusividad a los límites de lo público: una cosa es advertir que apoyar el aborto es un pecado, lo que forma parte de una respetable esfera privada, y otra pedir que conste como delito (como también hicieron los obispos), lo que no compete a la Iglesia. Del mismo modo, una cosa es llamar la atención al feligrés en privado, "hombre, Fulano, cuánto tiempo hace que no vas por la parroquia", y otra denunciar su falta en público, en plan auto de fe. Si no distinguen ambos negocios, que Dios nos pille confesados.

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