Ceremonia

Los ministros iban pasando frente al Rey como si estuvieran en una despedida de soltero, pero nadie les prestaba atención

La promesa de los cargos del nuevo Gobierno me pilló el martes pasado desayunando en un bar. Digamos que era un barrio de clase media baja, es decir, de gente que tiene que hacer esfuerzos para llegar a fin de mes aunque no vive una situación desesperada. Por primera vez en mucho tiempo, hacía frío. Por primera vez se veían abrigos y chaquetones. Y por primera vez, la gente entraba en el bar encogiéndose de hombros y restregándose las manos. Cuando parecía que nos habíamos olvidado del otoño, sumidos como estábamos en ese verano perpetuo que nos achicharra sin piedad a partir de marzo o abril, por fin había aparecido el frío que todos asociamos al mes de noviembre. No sabemos ya por cuánto tiempo, claro está.

El caso es que el televisor de la cafetería retransmitía el momento –se supone que solemne– de la promesa de cargos de los nuevos ministros. La cafetería estaba bastante llena, y pensé que aquellas imágenes –ministros nuevos, nuevo Gobierno, acto ceremonioso frente al Rey– despertaría la atención de la gente que desayunaba, y más en estos tiempos de crispación y de enfrentamiento. Imaginé que habría algún comentario, algún diálogo, algún chiste entre la gente de la barra y las mujeres que servían los cafés. Pues no, craso error. La gente ni siquiera levantaba la vista para fijarse en la pantalla. Los ministros y ministras (aquí el desdoblamiento de género es inevitable) iban pasando frente al Rey como si estuvieran participando en una alegre despedida de soltera en Punta Ballena –el único que mostró respeto y educación fue Luis Planas, honor a él–, pero nadie les prestaba la menor atención. Se hablaba del Betis y del número de la lotería de Navidad que se vendía en el café, y cuando alguien comentó el frío inesperado, una señora le recordó que no había que fiarse: “Mañanita de niebla, tarde de paseo”, nos advirtió. Y luego se habló de un vecino que acababa de morir y que llevaba días sin salir de su casa. “Estaba muy desmejorado, el pobre”, comentó alguien, y durante unos instantes se hizo el silencio. Las ministras seguían desfilando en la pantalla, pero la ceremonia –o lo que fuese– no parecía interesar a nadie. Aquel vecino –Miguel, se llamaba– era mucho más importante para todos los clientes del café. Me pareció una buena noticia. Al menos la calle no se ha contagiado de la toxicidad de nuestra política.

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