Paraísos

Ámbito mágico que recrea el alma o la conciencia humana, cualquier jardín puede ser el de las Delicias

Según dicen los estudiosos, las primeras muestras de jardines ornamentales pueden verse en las pinturas que acompañan algunas tumbas egipcias del segundo milenio antes de la Era, pero es seguro que desde mucho antes han acompañado a la humanidad, casi desde el tiempo en el que las primitivas comunidades nómadas descubrieron la agricultura y fundaron, junto a las modestas huertas primordiales, los asentamientos que más tarde darían lugar a las ciudades. Es verdad que la naturaleza en estado salvaje induce en el espectador un sentimiento de especial comunión que remite a emociones profundas y ancestrales, pero también los jardines, aunque obras del ingenio y en ese sentido diferentes de los espacios intactos que han permanecido ajenos a los cuidados o la devastación de los humanos, hablan de un vínculo con edades en las que una vida más pausada seguía, como las propias plantas, el ritmo de las estaciones, de un modo armónico que no puede evocar sino nostalgia en los febriles habitantes de las aglomeraciones urbanas. Así lo sintieron los antiguos, que consideraron la jardinería un arte, un refugio y una actividad sanadora que construía -literalmente creaba, pues el horticultor tiene algo de demiurgo- escenarios tan íntimos y venerables como los templos, verdaderos poemas vegetales donde se oyen, entrelazadas con el aporte multicolor de las flores y los frutos, las apacibles sinfonías del verde. Los jardines de todo tiempo, como ha escrito Mario Satz en Pequeños paraísos, remiten a la imagen del Edén perdido, pero también la actualizan como remedos tangibles o proyecciones -pues hablamos de un mito que opera en las dos direcciones, también hacia delante- de la anhelada existencia ultraterrena. El jardín homérico de la ninfa Calipso o los de los filósofos griegos y romanos, el cuadrangular de los persas que inspiró a los árabes, los famosos colgantes o suspendidos de Babilonia, el de los hindúes y sus estanques cuajados de lotos, el arcano y místico de los sufíes, el chino caracterizado por la mínima intervención en el recinto elegido o el japonés conservado con esmero a lo largo de innumerables generaciones, son algunos de los modelos descritos por Satz, que dedica sugerentes capítulos a las rosas, la simbología cabalística, el significado de los árboles, la meditación claustral o los distintos nombres y matices del color que los latinos llamaron viridis, asimilable, con todas sus maravillosas variedades, al de la vida misma. Locus amoenus y anima mundi, no sólo lugar para el placer y el esparcimiento, sino ámbito mágico que recrea el alma o la conciencia humana, cualquier jardín puede ser el de las Delicias.

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