Provincias

Basta andar por sus calles y respirar su aire para percibir lo que tienen de reservas naturales

El secular desdén de las gentes de la capital hacia las provincias, como siguen llamándose en las antiguas centrales de Correos, confiere a todo lo provinciano resonancias mezquinas, sinónimo de mentes estrechas y confinadas al inmutable y polvoriento ámbito local, por definición opuesto al dinamismo de las grandes urbes. Los propios nativos, incluso quienes habitamos ciudades proverbialmente autosatisfechas, solemos ser muy críticos con nuestras cosas, pero sin caer en el estéril ensimismamiento de los que reducen el mundo a lo que sucede en cuatro calles -siempre venidas a menos, pues cierta clase de costumbrismo parece indisociable de la nostalgia- conviene saber apreciar los beneficios y los placeres de la vida de provincia. Paseábamos días atrás por la ciudad castellana, efímera capital del Imperio, que acogió la corte por el tiempo en que la monarquía hispánica no tenía sede estable, antes de que Felipe III la fijara definitivamente en Madrid, a comienzos del Seiscientos, y era una delicia escuchar la descripción que nuestros generosos anfitriones, unos residentes como el editor y escritor Julio Martínez, sobrio caballero de la estirpe de Delibes, como lo definiera aquí mismo Luis Sánchez-Moliní, y otros emigrados como nuestro Víctor J. Vázquez, hacían de los edificios y los lugares que atravesábamos, algunos tan evocadores como el Campo Grande donde las ardillas y los pavos reales, inquilinos y señores del parque, merodean en torno a la hermosa Fuente de la Fama, que presta su nombre al sello del amigo vallisoletano. De la grandeza de los literatos de periferia habló Chaves Nogales en un sugerente artículo, Los escritores de provincias, donde el cronista reivindicaba a esos hombres "poderosamente enraizados" entre los que se hallan a veces los "espíritus más refinados" y cuya obra, situada al margen de los centros del poder, se ciñe a un "verdadero y amplio concepto de ciudadanía". Muchos pueblos y ciudades de la vieja Castilla pierden población, ven marcharse a sus jóvenes y ofrecen una impresión melancólica o declinante, pero basta acercarse a ellos, andar por sus calles y respirar su aire, para percibir lo que tienen de reservas naturales, no carentes de vida sino todo lo contrario. De vuelta por carreteras comarcales, entre el espeso bosque inalterado, dos ganaderas interrumpían el escaso tráfico para que cruzara la vía un inmemorial rebaño de vacas y terneros, estampa de otro tiempo que no ha dejado de ser presente vivo. Algo había también ahí de lo que Chaves llamaba, en el citado artículo, la geografía espiritual de España, más apreciable en las rutas provinciales que en los discursos de los oradores capitalinos.

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