En apenas unos días ha ardido como la yesca un edificio valenciano de los tiempos de euforia urbanística y arquitectónica y un prófugo del ejército ruso ha sido ejecutado en tierras alicantinas. Una tragedia colectiva que nos une a todos y otra tragedia personal que nos habla lo cerca que está la guerra de nuestra casa. Y aparece, fantasmagórico, el recuerdo de Crematorio, serie que es recomendable ver en todo momento y en cuyas revisiones se puede comprobar de su continua actualidad porque los errores de la avaricia y el afán por el poder y su gasolina, la pasta, se van repitiendo en las portadas.

La adaptación de la novela de Rafael Chirbes se convirtió en la mejor serie de su momento (en 2011, en Canal +. No habían despegado las plataformas que ha sobreproducido la ficción) y sigue siendo una de las mejores ficciones, una de las mejores miniseries, que se han producido en España. Los hermanos Sánchez-Cabezudo crearon un mundo frío de oficina de inmobiliaria y piso piloto en el luminoso y ardoroso Mediterráneo levantino. El gran (e irritable) Pepe Sancho, en uno de sus últimos papeles, es el padrino local. No es un villano al uso, es un tipo sin escrúpulos en su madurez que asiste en su vejez cómo se le van reventando las costuras a su ambición entre compinches en desbandada y un nuevo socio, un ruso aún más glacial, dispuesto a quedarse con lo que considera suyo y con la vida a precio de saldo. Poliuretano y rusos, febrero de 2024 adelantado en una helada fábula de la primera década de este siglo que se nos hace ya largo.

Las llamas vivas ante los ojos nos sobrecoge de realidad. La televisión, nuestros ojos, ha estado bien cerca, que en estos tiempos nada escapa a las mirillas. Tal vez en este jueves trágico se le podía haber pedido a La 1 una presencia ininterrumpida. La tragedia de Valencia suena en el campanario por todos nosotros. Y una ficción como Crematorio es el dibujo de la página anterior, al que la memoria se dirige para comprender que nada de lo que es hoy nos es extraño.

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